El PP quiere que las elecciones que se celebren en nuestro país sean como Eurovisión, donde gana la canción más votada y Alemania y Austria no pueden unir sus votos para arrebatarle la gloria, por ejemplo, a Israel o Turquía. O como en Los 40 principales, donde, si la gente lo decide, Rosalía puede ser número uno por mucho que Jennifer López y Maluma canten a dúo.
No es la primera vez que el PP reivindica la necesidad de implantar un sistema que permita gobernar a la lista más votada. Ya lo intentaron Rajoy en 2014 y Casado en 2018. Ahora lo ha hecho Alberto Núñez Feijóo. Tal vez porque toca cada cuatro años, como los mundiales o las olimpiadas, pero, sobre todo, porque interesa. Es un recurso más, como el Trivial o el Monopoly que tenemos guardado en el trastero y sacamos de tarde en tarde para animar un reencuentro familiar. Cumple su cometido, aunque también sabemos que después de ese rato volverá al trastero hasta que dentro de varios años vuelva a surgir la oportunidad.
La reforma de la ley electoral es como la reforma de la Constitución. Lleva años en boca de todos los actores políticos, pero siempre terminan dejándolo para mañana, para que siga formando parte de lo impredecible, de lo que aún no existe, ni está, ni se le espera, y porque, sencillamente, los argumentos a favor son igual de contundentes que los que obtiene en contra, y en ambos casos corresponden al interés particular de las partes, o a la debilidad innata de ambas partes, según como se quiera ver.
Quien lo propone siempre es el PP, víctima propiciatoria de los pactos entre PSOE y quien tenga más a su alcance -si es a nivel nacional, sin importar ya siquiera el pudor-. Los populares esgrimen la defensa de la voluntad popular mayoritaria: que gobierne el partido que haya obtenido más votos. El PSOE, por su parte, renuncia a las siglas para abogar por las dos únicas realidades admisibles: la suma de votos de la derecha o la suma de votos de la izquierda, que, entienden, son el auténtico reflejo de la soberanía popular.
En cualquiera de los dos casos, tanto unos como otros se retratan como perdedores, incapaces de generar y reeditar los apoyos masivos con que contaron en el pasado, o lo que es lo mismo, de concitar los entusiasmos que sostuvieron durante tantos años el bipartidismo en nuestro país.
Hay, de hecho, un componente melancólico en la nueva reivindicación de Feijóo, desde el momento en que la máxima aspiración del sistema que sustenta el gobierno de la lista más votada parte de la reinstauración de ese bipartidismo en el que tanto PP como PSOE vivían mejor -apóyame, porque esto nos beneficia a ambos, parece estar diciéndole Feijóo a Sánchez-, aunque la pregunta es si España también vivía mejor entonces o ahora.
Pero es, en el fondo, una propuesta discriminatoria, hasta el punto de que en esta ocasión se reformula, no ya para evitar que el PSOE tenga necesidad de pactar con los independentistas o los “filoamigos de ETA”, sino para que el PP tenga que hacerlo con Vox, con lo que el nuevo líder de los populares lo único que pretende en esta ocasión es encontrar una excusa que valide la foto de Castilla y León en otros territorios de ahora en adelante, y disponer de coartada para criticar futuras alianzas de los socialistas.
Hay quien le ha recordado al nuevo presidente del PP que con la opción de dejar gobernar a la lista más votada, la mayor parte del mapa del país estaría en este momento pintada de rojo, incluida Andalucía, pero es evidente que Feijóo no habla con carácter retroactivo, sino a la luz de las nuevas encuestas, en actitud ventajista, pero sobre todo necesitado por fijar un discurso que puede valerle para las autonómicas y las generales, pero que hace aguas en el ámbito de las municipales, donde los populares mantienen desde 2015 una asignatura pendiente para la que puede que no sea suficiente la ola de entusiasmo suscitada tras el relevo de Casado.