Persistir en el error es una inaudita acción política que desafía al sentido común y embarra el debate social. Pese a su evidente perversión, no deja de ser una táctica enarbolada por administraciones de signo político diverso y en tiempos distintos. Esta semana hemos contemplado dos ejemplos de cómo empecinarse en el desatino, ambos de manual.
Uno de ellos recuerda a lo ocurrido con el gobierno de Susana Díaz en Andalucía. Me refiero a la masiva manifestación a favor de la sanidad pública del pasado domingo en Madrid. Tal y como ocurrió en el Palacio de San Telmo en 2016 y ahora en la Puerta del Sol, se niega la existencia de un problema, se elude hablar de error -en Andalucía se rectificó aunque tarde- y se recurre al banal argumento de la politización de los manifestantes a los que, encima, se asemeja con borregos. En 2016, en Granada se dijo que tras los convocantes estaban intereses políticos; ahora en Madrid, también. No cuestiono que existan pero quien no ve un problema en movilizaciones masivas de unos ciudadanos habitualmente adocenados tiene un verdadero problema.
Algo similar ha ocurrido esta semana con la Ley de Garantía Integral de Libertad Sexual, conocida popularmente como la del sí es sí. Su entrada en vigor ha generado una perversión de llevarse las manos a la cabeza. Lejos de conseguir el objetivo buscado, es decir endurecer las penas para los condenados por agresión sexual, ha logrado todo lo contrario ya que, incluso, se han producido excarcelaciones. Lo primero debe ser rectificar el texto legal para frenar de inmediato esos efectos indeseados, luego pedir disculpas y, finalmente, la dimisión de sus responsables.
Sin embargo, desde el Ministerio de Igualdad se opta por arremeter contra otro poder del Estado, el judicial, en su aplicación de una ley que ha dejado resquicios para una interpretación ominosa. Esta especie de huida hacia adelante para tapar las miserias propias no solo genera asombro y desconcierto sino que supone un deterioro de las instituciones. Los ciudadanos esperamos actuaciones ejemplarizantes de nuestros representantes y, en ocasiones como las descritas, encontramos absurdos empecinamientos tras los que solo hay una razón: no reconocer un grave error, que está teniendo efectos contrarios a los deseados. Es tan evidente, que volver a recordarlo produce sonrojo.