No sabría decir su edad. Puede que sesenta y pico, pero el pico de cigüeña no de gorrión. Bajita. Regordeta. Siempre enmascarada con ese antifaz que nos ha dejado la prudencia sanitaria. A veces lleva una cinta en el pelo, más propia de una niña que de una sexagenaria. Cada mañana, a primera hora, se coloca en la esquina formada por la calle Luis Montoto y la Avenida Menéndez Pelayo, junto a una entidad bancaria, en Sevilla. Allí se limita a decir, una y otra vez: “necesito cincuenta céntimos para un café”. No lo dice, lo exclama con una voz aguda impropia de su aparente edad. Solo deja ver sus ojos y, cada vez que repite esa proclama, los abre a la vez que gira la cabeza en busca de nuevos destinatarios de su rogatorio.
Por allí pasamos cientos de personas, cada una de ellas con sus prisas y sus historias. Los primeros días, al ver a mi anónima amiga, manejaba varias opciones. ¡Qué pesada, la primera! Todos los días la misma canción y, por cierto, con poco éxito. También, evidentemente, me plantee la necesidad que llevaría a mi desconocida amiga a situarse a la intemperie para demandar una moneda. Incluso, he de reconocer, que sobrevoló sobre mi cabeza la posibilidad de una alteración psíquica porque me sorprendía que siempre, siempre pidiese cincuenta céntimos y para un café.
Los habituales de la zona la ignoran. Pasan a su lado, escuchan su cantinela, y siguen su camino normalmente apresurado. Yo era uno más. La observaba desde unos cien metros. Cuando llegaba a su altura, agilizaba el paso y ponía mirada al frente escuchando lo que ustedes ya imaginan pero sin (ella) recibir nada a cambio. La película de mi día vivía esa escena, cada mañana, en el entorno de las 07.30 horas. Todo cambió una jornada de septiembre. No recuerdo cuál. Todavía iba en manga corta. La rutina se repetía. Yo me acercaba, desviaba la mirada de mi querida desconocida y emprendía la aventura -no sin riesgos- de cruzar la avenida. De repente, escuché: “que tenga usted un buen día”. No me pidió plata. En aquel momento no supe reaccionar, pero desde entonces, cada mañana, nos deseamos los buenos días y no me reclama cincuenta céntimos. Intuyo que lo hace con una oculta sonrisa, que yo le devuelvo. Ahora sí le doy 50 céntimos. Que me alegren el amanecer del día no puede ser más barato.