Recordamos el titular como la última serie de Rodríguez de la Fuente, la hermana pequeña de las míticas Fauna y Planeta Azul. Probablemente ésta última suene más y, sin embargo, a las tres las identifica la voz intensa y peculiar que transmitían sus conocimientos con entusiasmoy sencillez en el lenguaje, haciendo surgir la cercanía y la complicidad con el espectador. Cada episodio era un espacio casi hipnotizante al lograr mantener quietos y callados a los más pequeños ante la tele, donde no sólo vimos animales corriendo o cazando, sino que además empezamos a verlos como seres luchadores para sobrevivir, pero, sobre todo, aprendimos a respetarlos. Recordamos las carreras del guepardo a cámara lenta, volando a ratos sobre la tierra, la tranquilidad relativa y aparente de los hipopótamos, el contraluz haciendo brillar el lomo mojado, el vuelo fastuosoy circular de las águilas eligiendo la presa, la viveza de las nutrias en el agua, la majestuosidad del león, los osos pescando, imágenes narradas con tanta pasión como sentía por las aves rapaces, imágenes que podemos volver a sentir como entonces, ya que la segunda cadena de nuestra televisión pública se encuentra emitiendo estos episodios.
Verlos es volver al bizcocho con colacao de los sábados, aquella merienda dulce y extraordinaria mientras descansábamos un rato de la tarea para, sin dejar de aprender, retomarla en nuestra habitación mientras los mayores veían algún partido. Hubo escenas divertidas, agradables e impresionantes, como las primeras tomadas durante la noche. Con ella supimos de la visión nocturna y de la palabra infrarrojos dibujando contornos en movimiento e iluminando terroríficamente los ojos de los animales, especialmente de las hienas, escenas sorprendentes e inseparables de sus chillidos a menudo confundidos con una risa nerviosa.
Sin embargo, resulta curioso que Rodríguez de la Fuerte fuera quien nos advirtiera, con preocupación, de nuestro futuro, de la degeneración de la tierra, de la responsabilidad del hombre. Fue el primer divulgador científico sensibilizado con el peligro que rondaba al medio ambiente y su irremediable declive si el hombre no ponía de su parte. Y lo hizo veinte años antes de finalizar el siglo, hace unos cuarenta años.
Mientras la hablilla iba desfilando en renglones, un mosquito trompetero revoloteaba desapareciendo a ratos, quizás atraído por la carrerilla del cursor, por la luz de la pantalla o por el olor a jazmines de la azotea vecina, apretando el aire de este verano que se resiste a dejarnos. Qué diría hoy Rodríguez de la Fuente de esta locura climática dispuesta a acabar con la primavera y el otoño.