Detesto escribir, amo leer. Así que la situación es la siguiente: viernes, 16.00 horas, y una tarde por delante de mucho trabajo. Un fatigado ventilador zumba junto a mi oído izquierdo y el tocadiscos ha dejado de girar. Caigo en la cuenta de que se me ha olvidado almorzar, pero mis tripas no han protestado, así que considero que no es importante y trato de concentrarme para comenzar a redactar de una santa vez un artículo sobre los problemas de Personal en los ayuntamientos de la provincia.
Me concedo la gracia de posponer la tediosa tarea fumando otro cigarrillo y, entonces, me topo con el libro de Luis Landero que descansa junto a la cajetilla de tabaco en un rincón de la mesa, semioculto por unos papelotes que detallan el primer plan de choque de mantenimiento viario y alcorques del Ayuntamiento de Cádiz.
Pienso que la novela es una flor crecida en el asfalto y me llamo redicho mientras doy la primera chupada al pitillo. El libro ha sido un regalo para B, que ha doblado decenas de picos, como testigos de que en esas páginas uno debe demorarse porque algunos de sus pasajes formarán parte de nuestro patrimonio literario y sentimental.
Comienzo y sé, con los primeros párrafos, que estoy perdido, que no retomaré mi tarea periodística hasta que llegue al final de La última función y conozca todos los detalles de la historia de Tito y Paula, hasta que no haya nada más que contar.
Me abandono sin remordimiento. Solo siento cierta punzada en la nuca, advertencia de mi cuerpo que se resiste a otra noche insomne ante el ordenador. Pero es inevitable.
Landero es, sin lugar a dudas, uno de los más excelsos narradores en lengua española a ambos lados del Atlántico y un muy recomendable autor para lectores de cualquier confín del mundo.
Su prosa cervantina (adjetivo que acepta con resignación) es preciosista y vitalista, efectista, profunda, con requiebros inesperados de una naturalidad contundente que convierte en entrañables todos y cada uno de sus personajes.
Estos suelen ser fracasados pero soñadores irredentos, con vidas grises que, sin embargo, en algún momento asisten a algún hecho ajeno o viven en primera persona algún episodio que le dan sentidos a sus existencias, la transforman para siempre.
Landero escribe con pasión juvenil, con la de quien está convencido de que todo es posible porque la realidad también es ficción. La última función reivindica la vocación, lo imposible como algo probable, la casualidad como aliada del destino inevitable, el amor que trasciende las convenciones sociales y morales, el tiempo y el espacio. La novela hace creer que el mundo no está tan mal hecho como creemos a veces.
Juan José Millás sostiene que, “cuando usted se toma una pastilla para el dolor de cabeza, solo se le quita el dolor de cabeza a usted. Pero cuando lee un libro, sus efectos terapéuticos se propagan al resto de la comunidad. Históricamente los lectores siempre han sido una minoría, pero los valores de los grandes libros han actuado sobre quienes ni siquiera conocían su existencia”. Ojalá, con Landero no habría que explicar nunca nada más.