La obra es un encargo de la dirección del Festival y del Instituto Valenciano de la Música en cuya concepción, composición y ejecución ha contado con total libertad. Como explicó el propio autor, la composición es un peregrinaje a través de siete estancias, siete espacios-tiempo que surcan un itinerario a través de imágenes poético-sonoras marcadas por ideas que van desde el desierto hasta la escritura.
Libro de las estancias es una reflexión sobre las dos miradas, los dos mundos que se han dado en nuestra cultura: España y Al-Andalus. Pero también contiene dos ficciones. La primera se basa en los libros plúmbeos del Sacromonte, incluyendo el célebre pergamino de la Torre Turpiana; es la ficción de un pasado mítico-religioso en que, según el compositor, parecen convivir islam y cristianismo. La otra ficción se sostiene sobre la creación del mito de la presencia de Santiago en tierras gallegas.
Sánchez-Verdú, que lleva más de diez años investigando en la fusión de músicas desde una mirada contemporánea, tuvo claro desde un primer momento la estructura de su trabajo. Siete estancias: el desierto, el plomo, la memoria, la piedra, el laberinto, el alabastro y la escritura. Y luego de la segunda y quinta estancias sendos interludios.
Planteamiento original
Hasta aquí el planteamiento digamos, teórico, del originalísimo y complicadísimo trabajo de Sánchez-Verdú. Pero claro, sobre un papel pautado con pentagramas se puede escribir cualquier cosa, el problema es levantar esas notas y hacerlo con la precisión de relojero suizo.
El espacio, la música, la voz y los colores son los protagonistas de la obra. El espacio fue el cubo perfecto con cuatro hercúleas columnas de alabastro de fuste cilíndrico que surgen del suelo y ascienden hasta que la nuca tropieza con las cervicales. En un extremo de una diagonal ideal está Carlos Mena, contratenor, de pie, casi levitando; en el otro extremo Marcel Pérès, la voz árabe, sentado y con una impoluta chilaba blanca. Entre ambos, en la cara del cubo más cercana Mena, un grupo de cuerda metal dirigido por Joan Cerveró y, en la cara adyacente otro grupo de músicos dirigidos por el propio Sánchez-Verdú, ambos conjuntos pertenecientes a la orquesta ciudad de Granada. En el extremo de la otra diagonal se situó el piano al que la madrileña Isabel Puente le arrancó sonidos inauditos percutiendo con fuerza el teclado y el interior y ello, a pesar de su frágil figura.
A partir de aquí, música muy piano, la voz ronca de los grandes muebles de la cuerda, violonchelo, contrabajos; también de las violas y fogonazos metálicos de trompas, trombones y trompetas. Los coros susurran, arrastran la voz, sugieren más que vocalizan los textos. Poca luz incluso sobre los atriles. Mucho silencio y dos mundos encontrados, contrapuestos y, a veces, también complementarios: el cristiano con la voz canónica del contratenor y el musulmán con la plegaria lastimera de almuédano de Marcel. La luz asciende por las caras del cubo en estratos que van del verde al blanco. Y el público (al que se le había entregado unos patucos para que no hicieran ruido) deambulaba libremente por todo el novedosísimo ámbito musical creado por el compositor.
A estos espectáculos hay que ir sin prejuicios. Hay que dejarse llevar por las sensaciones. Hay que sentir más que entender. Y les aseguro que se sintió la historia de dos pueblos a veces unidos por el desencuentro. Si me permiten la antítesis. Un auténtico placer.