El universo es una cosa bien organizada, lo cual demuestra que es obra de un dios capaz y previsor, un ingeniero de mundos cuya voluntad fue la de que su invento perdurara para, de este modo, garantizarse la admiración de sus criaturas que, así deslumbradas, no tardarían en rendirle adoración y en apresurarse a idear una religión con sus oficiantes, sus iluminados y sus templos. Vanidad divina se llama esto.
Dios, en su infinita sabiduría, estableció un orden de entrada y de salida que, desde la noche inmemorial de los tiempos, ha ido cumpliéndose escrupulosamente. La tarea no era fácil. Tantos millones de seres humanos en permanente movimiento, unos naciendo, otros muriendo, requieren de una minuciosa atención, no vaya a ser que mueran los nietos antes que los tatarabuelos o que Napoleón nos venga a nacer el mismo día en el que Sarkozy contrae nupcias con la Bruni. Sólo un dios negligente habría permitido tamaños desatinos.
Todos, como en una magnífica representación teatral, vamos abandonando el escenario nada más concluir la lectura del texto. El orden es inflexible y no permite demoras ni excepciones. Es el orden lo que garantiza la bonanza empresarial de las funerarias. Si todos muriéramos a la vez, no quedaría nadie detrás para recoger e inhumar los cadáveres. El orden contribuye de este modo a generar empleo y riqueza.
La propia naturaleza del orden y su función exigen de la discreción y reserva que son propias de los mecanismos que rigen la Creación. El orden es un arcano, condición sin la cual los caminos del Señor dejarían de ser inescrutables. Si el orden fuese revelado, si supiésemos, como en la cola del híper, quién es el siguiente, el caos se adueñaría de esta cosa tan bien urdida que es el mundo. Si el secretario general del partido conociera que su vicesecretario, hacia el que profesa una profunda desconfianza, morirá después, podría sentirse tentado a pervertir el orden, a contrariar los designios del Supremo Hacedor.
El secretario general, acuciado por el temor a perder el poder, podría aprovecharse de las brumas nocturnas para asaltar a su vicesecretario en un callejón cercano a la sede y arrancarle la vida con la saña que sólo infunde la codicia.
Las consecuencias de un acto como éste son imprevisibles. Los aspirantes a la vicesecretaría, ahora vacante por defunción, promoverán sangrientas disputas en las que aquéllos que han sido elegidos para morir antes harán lo indecible para permutar el turno. Es decir, si el orden fuese revelado sucedería, entre otras muchas desdichas, que la infamia y la ambición se apoderarían de los partidos. Gracias a Dios, el secreto del orden no será mancillado y podremos seguir disfrutando del ejemplar y edificante comportamiento de nuestros hombres públicos.
El orden rige inmutable: primero usted, más tarde aquél, finalmente el otro. No se nos oculta que usted se sentirá apremiado por esa excusable debilidad humana que llamamos curiosidad a hacer todo lo posible para conocer su lugar en la cola, su número de orden, el día, lugar y hora de su despedida.
No es que no dispongamos de dicha información (Dios omnipotente sólo confía sus insondables designios a un grupo muy selecto de sus criaturas, entre las que nos contamos quienes esto suscriben y Pitita Ridruejo), lo que sucede es que nos debemos a un compromiso de confidencialidad. Hay cosas que no pueden hacerse públicas así como así.