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Desde el campanario

Tan viejo y tan imbécil

En mis tiempos masturbarse retrasaba el crecimiento, provocaba calvicie y daba meningitis

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Nací antes que la televisión. Antes que la vacuna contra la polio. Antes que el colchón de muelles y antes que el pescado congelado. Antes que las fotocopiadoras. Antes que las lentillas. Antes que el yogur. Antes que el velcro. Antes que el elevalunas y antes que la píldora anticonceptiva. Me paro para no cansar, ni cansarme.  

Por entonces no existían las tarjetas de crédito, ni el rayo láser. Las noches se alumbraban con bombillas de 60 w, la mayoría fundidas por las pedradas de los tirabalas. Los adultos se cubrían con sombreros Bogart y las mujeres se hacían la permanente. En aquellos tiempos no había aire acondicionado, ni lavadoras, ni lavavajillas, ni frigoríficos, ni secadoras. Sus homólogos eran el abanico, el lebrillo, la pila del fregadero, la nevera y el tendedero.  Las calles eran de pelotes y al hombre le faltaba la tira para llegar a la luna. Los pocos coches que había se arrancaban a golpe de manivela y tenían tres velocidades. Los aviones volaban con hélices. En cada familia había un padre y una madre, y en muchas casas incluso abuelos y abuelas. La palabra gay era síncopa del saludo, ¡que hay! A los otros gays se les llamaban maricas, sarasas o parguelas. A las lesbianas se las conocía como tortilleras, pero había que decirlo por bajinis porque los mayores nos arriaban rápido un cosqui ¡niño esa boca! Los chavales no llevábamos pendientes, ni piercings y cuando nos pelábamos nos llamábamos bajancia. El berbetón era un chaquetón contra el frío y los tatuajes eran cosa de presos y legionarios. No obstante, no creas que tengo 90 años.

Se fumaba y escupía en todas partes ¡En la iglesia no! Allí estaba todo prohibido menos el velo de las mujeres. En invierno se usaban botas katiuska para no mojarnos los pies y en verano la única protección solar era la propia sal marina. Como mucho un toque de Nivea en nariz y hombros, pero solo la compraba la gente de posibles. El aguafuerte y la lejía estaban en cualquier alacena al alcance de los niños y el botiquín casero era una caja de lata. Todo lo demás se curaba en la Casa de Socorro. Se guisaba en anafre con carbón y soplador. Las nectarinas se llamaban albérchigos y los balones eran de badana con cámara y cordones. La revista Playboy hacía las veces de viagra y los arrabales de La Isla estaban techados con Uralita. Me vienen especialmente al recuerdo las zonas de Villalata, Villaconejos y Villacuernos.

Yo vine al mundo antes que el ordenador, que el MP3 y que las terapias de grupo, pero ni siquiera tengo 80 años. Mientras fui joven cada hombre era un señor y cada mujer una señora o señorita. En mis tiempos masturbarse retrasaba el crecimiento, provocaba calvicie y daba meningitis. Se cumplían los 10 Mandamientos. Se confesaba y comulgaba los domingos. Se ayunaba el viernes santo y el miércoles de ceniza y no se comía carne los viernes de cuaresma. Esto último no era difícil de soportar porque la carne por entonces escaseaba como las perlas.

Yo vi la luz en una época donde la comida rápida significaba levantarse de la mesa con el plátano en la mano porque en la calle esperaban los niños para seguir jugando. Tener piojos era como tener caspa y un ratón era un animalillo bonachón que ni se enchufaba ni se tecleaba. No se conocía la plancha eléctrica, ni la frecuencia modulada. El estreñimiento se quitaba con una lavativa -ahora han refinado el nombre y le dicen enema, pero ya no es igual-. A los relojes se les daba cuerda para que no se pararan y la única agua embotellada que se vendía era la destilada para las baterías. No había nada digital, ni cajeros automáticos, ni video cámaras, ni tampoco microondas. Las fotografías eran en blanco y negro y tardaban tres días en revelarse. Los artículos made in Japan se consideraban de mala calidad y los de Corea y China ni se conocían. Había la certeza de que lo que pesaba era bueno y de que más de un huevo a la semana daba tiricia. Las hierbas se tomaban en infusión pero no se fumaban, y la coca era una gaseosa muy espumosa con la que no se traficaba.

Pertenezco a aquella generación que se tragó el rollo del ratoncito Pérez, del tío del Saco y de que una señora necesitaba un marido para tener hijos.              

Cualquiera diría que he vivido 200 años pero solo tengo 70. Si el corazón y la bondad humana hubiesen progresado en todo este tiempo del mismo modo que la ciencia y la tecnología, las guerras, el hambre, la desigualdad y la miseria, habrían evolucionado hacia la paz, el bienestar, el hermanamiento y la ventura de igual manera. Pero el hombre sigue siendo tan malo como la Peste Negra. Y yo igual de iluso y de imbécil.

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