Y, por si fuera poco, ahora un tsunami, una ola oceánica gigante, generada por un plegamiento, una erupción o un sismo submarino.
Lo que popularmente habíamos denominado maremoto, como sinónimo de la traslación del terremoto al mar, es una ola de 10 metros de altura desatada por el elemento más potente del mundo, la masa marina, barriendo el noreste del Japón y arrastrando a más de diez mil víctimas.
Inmediatamente, la opinión pública no ha podido resistir la tentación de señalar las causas. Hasta ahora decíamos que lo peor siempre le tocaba a los pobres, porque no estaban preparados para resistir los embates de la naturaleza. Pero, esta vez, le ha tocado al país más preparado del mundo para hacer frente a los terremotos, la tercera potencia mundial. Por tanto, puede parecer debido al azar, a la casualidad.
Un grupo de científicos españoles, analistas de este tipo de fenómenos, declaraba la semana pasada por televisión española, que Japón viene soportando este tipo de tsunamis desde hace siglos, por lo que no se puede achacar al mero azar, a la casualidad, o al resultado caprichoso de una creación fallida o absurda. Es más, la creación de nuestro planeta Tierra, tal como nos lo muestran los telescopios de largo alcance, pertenece a un sistema formidable que se mueve por una perfecta coordinación de fuerzas dentro de una nebulosa, en un firmamento que se muestra infinito.
El azar ha tenido tiempo de terminar con todo este mundo mediante una catástrofe casual, como dicen que fue la explosión de la creación. No parece que el secreto de toda nuestra vida sea la de un inmenso bombo que gira, deja caer las bolitas del azar y reparte gozos e infortunios como una incansable rueda de la fortuna. Es más, cada día despertamos con una belleza antecedente y descansamos con la seguridad de otras estrellas, astros y planetas, engarzados entre sí por una sabiduría sorprendente.
Por más vueltas que le damos a la vida y al mundo que nos rodea, no parece que el principio de toda existencia sea el capricho. El regidor de nuestro planeta ha mostrado sabiduría suficiente para que sobre ella nos apoyemos los hombres. La misma velocidad vertiginosa de los años luz, si dependiera del azar, podría haber desatado ya la catástrofe definitiva de las descoordinación de las galaxias, de los sistemas solares y de los infinitos astros y estrellas que pueblan el universo.
Más coherente parece ser que el creador de este infinito universo haya proyectado nuestro mundo sobre una realidad consciente y libre, encomendada al hombre para que nuestra vida y esfuerzo, a su tiempo, dé su fruto. Existe el vértigo, en nuestra búsqueda, de sentir la eficacia de Dios creador; pero existe también el vértigo de la oscuridad. En el universo, nada más claro que la existencia de Dios, pero nada más oscuro que los momentos de fe desnuda del hombre. Estoy seguro que, para muchos japoneses , como para tantos pueblos como han pasado por una prueba semejante, son momentos difíciles para creer; pero para los demás, son tiempos propicios para amar.
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