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Desde la Bahía

Algo más que un sacerdote

He querido recordar a un hombre excelso, y a pesar de los años transcurridos desde su fallecimiento, las personas que le conocieron no se olvidan de él

Publicado: 04/08/2024 ·
12:42
· Actualizado: 04/08/2024 · 12:42
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Autor

José Chamorro López

José Chamorro López es un médico especialista en Medicina Interna radicado en San Fernando

Desde la Bahía

El blog Desde la Bahía trata todo tipo de temas de actualidad desde una óptica humanista

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No tendría más de quince años. Alumno del Instituto Columela de Cádiz. Bachiller moderno. Se acababa de instaurar un nuevo modelo de Enseñanza Media, con dos reválidas: la de cuarto y sexto, y un curso preuniversitario con examen final en la Universidad de Sevilla.

En mi juventud, el sistema educativo en conjunto era muy diferente al de ahora. En España, los ánimos personales o de partidos están muy crispados, con aires a veces huracanados de insultos o violencia, que comienzan a llegar incluso al terreno familiar. No es momento de debates o comparaciones. Diré solamente que cada periodo de tiempo tiene sus diferencias, pero sin señalar, porque nunca será cierto si las sociedades de distintas épocas se dividen en buenas o malas. Aunque esta última - la actual - no ha conseguido lo que se esperaba de ella a pesar de contar con un amplio bagaje propagandístico que nos la presenta como solidaria, justa, progresista y montada en un cohete que no despega porque no sabe salir del hangar del resentimiento o del odio creado a partir de nuestra contienda civil, y apoyado ahora en una memoria histórica insostenible.

Éramos más creyentes - nos sabíamos el Ripalda y habíamos estudiado los evangelios - más respetuosos con profesores y personas, sobre todo mayores. Amábamos con fervor a nuestros padres, adorábamos a los abuelos, y como niños o jóvenes estábamos en un segundo plano en el de aprendizaje y consejos, al contrario de la corriente educativa actual. Mis profesores de instituto eran un escalón más alto que formidables. Nunca mezclaron saber y política y no se abstuvieron de darme a conocer la Revolución francesa, la obra literaria de la generación del 98, la del 27, o la historia de España y la Universal. Su influencia y su recuerdo son para mí imborrables. Las personas trabajadoras o estudiosas, tituladas o no, pero altamente respetuosas y responsables, eran el haz de luz del que queríamos ser su reflejo. Fui feliz de niño en la calle Ancha, de jovencito en el Instituto Columela, y de mayor de edad en los años sesenta, donde terminé mis estudios y donde conocí a la niña que lleva ahora sesenta y cinco años compartiendo su vida conmigo y con nuestros cinco hijos. La vida siempre tiene sus momentos cruentos, donde la ausencia de seres queridos es lo más trágico, y también sus ocasiones y circunstancias mágicas que la hacen ilusionante.


Quince años de edad. Mes de abril. Semana Santa, semana de vacaciones, pero antes de comenzarlas había que cumplir los preceptos que nuestra religión nos indicaba: Comulgar por Pascua Florida. Previamente estaba la confesión. Fuimos unos cuantos compañeros de curso la tarde anterior a la ceremonia religiosa a la Iglesia Mayor de San Pedro y San Pablo para cumplir con este sacramento y su penitencia. Cual fue nuestro asombro al ver la enorme cola de personas que esperaban pacientemente para confesar con un joven sacerdote. Había otros dos confesionarios más, pero por causas no filiadas, aunque sí rumoreadas, los fieles se abstenían de acudir a los mismos. Mereció la pena la espera. Continué confesando con este muy solicitado cura y le seguí en sus misas y sus homilías, y en alguna ocasión tuvimos una agradable y sencilla conversación. Cinco cualidades pude observar en este religioso tan seguido por sus fieles: su enorme fe, que la capacidad persuasiva de su oratoria contagiaba; su ímpetu juvenil; lo cercano, sencillo y dúctil de su trato; sus homilías de estudiosa rigidez y sagrada elocuencia; y además, era un intelectual.

Un día que prefiero no recordar, me dijeron que le habían trasladado a otro lugar de la provincia. Y otro día que sí recuerdo, me comunicaron unas vecinas que había un enorme gentío en la calle Constructora Naval porque había fallecido un cura y el sepelio tuvo lugar en la Iglesia de Las Capuchinas. Hacia allí me dirigí. En hombros, como diestro que era en la fe y en el saber, le llevaban hombres del pueblo en el que estaba destinado, por las calles de la Isla, la puerta grande que reconocía sus méritos. Estaba, como es lógico, allí aquella niña que he citado, pero ni yo y mucho menos ella, tenemos conciencia de habernos visto.

Dos años después la conocí. Fue para mí un flechazo, un amor a primera vista y para siempre. Fue entonces cuando supe la historia total de su hermano, el sacerdote Lucindo Mohedas. Tarde llegó al seminario, pero consiguió ser - y lo sé además por sus compañeros - el mejor y más estudioso de los seminaristas. Antes de llegar a San Fernando, estuvo destinado en Vejer. Su labor durante el tiempo que estuvo en la Isla fue encomiable. La Acción Católica brilló bajo su batuta con luz y musicalidad propias de la mano de este hombre. Su labor apostólica fue inmensa, y su pasión por el estudio inalterable, lo que lo llevó a cursar los estudios de Filosofía y Letras. Ser estudioso no es sinónimo de ganar amigos, y menos entre los superiores; al contrario, son muy frecuentes las afrentas, y una de ellas partió del obispo de aquel tiempo, que no debía haber pasado de diácono, y el mismo camino podía haberlo seguido el vicario de la Iglesia Mayor, quienes acordaron destinarlo a Torrecera, un simulado y alevoso destierro, cuando en la Isla comenzaba a comentarse sus aires de santidad. Pero no consiguieron alterar su inquebrantable entusiasmo, y la iglesia y los fieles de aquel pequeño pueblo supieron reconocerlo. Este entregarse tan absolutamente a sus tareas le hizo olvidar una sintomatología abdominal, que finalmente derivó en fiebre y un cuadro agudo apendicular. La intervención fue perfecta en principio, pero el postoperatorio se complicó y un proceso séptico no bien aclarado le llevó al exitus.

En su tumba, en el camposanto isleño, comenzaron a fluir diariamente todo tipo de flores, y unido a ello cada persona que las depositaba ejercía su petición. Lucindo era considerado santo y con capacidades milagrosas. Su derivación a la iglesia del Parque cortó ese flujo. Pero su hermana María del Carmen Mohedas, la niña que conocí y de la que me enamoré, y su hermano Julián, que vive actualmente, no solo creen en la santidad de su hermano, sino que sienten casi diariamente cómo no les olvida y les protege en todo momento.

Lucindo nunca creyó ser santo, pero vivía en santidad. Antes que virtuoso, fue amigo de la virtud a la que admiraba y que puso en práctica a lo largo de su vida. La religión la llevaba en el corazón, no en las rodillas, porque hay demasiadas personas haciendo genuflexiones ante el altar y el poder, para luego señalar con el rígido dedo del miedo a quien hay que relegar y desterrar, porque su luz y su conciencia no se arrodillan más que ante Dios. San Fernando no ha olvidado su nombre y debía haber constancia histórica del mismo en alguna avenida o calle de la ciudad. Tenía veintinueve años cuando falleció. Fue un día siete del siempre caluroso mes de agosto. Por eso hoy, y en homenaje a mi esposa María del Carmen, lo recuerdo.

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