¿Hay algo que te haga más feliz que ver
salir un coche justo cuando los primeros atisbos de desesperación aparecen en lo más hondo de tu paciencia de
conductor jartiiiiito de dar vueltas? (tomo aire). Eso facilita que tengamos tiempo extra para echar un ratito por esta
Triana efervescente.
El
Casa Casimiro cerrado. ¿
Mariscos Emilio Torrecilla? También cerrado. Me asomo al
Ruperto. Por Dios, por favor, por favor, unas
codornices, por favor. Cerrado. Ya me lo dicen siempre en casa, que
mi hambre anda desacompasada.
Enfilamos el
primer tramo de San Jacinto. No paramos en el Ruperto y mucho menos en el hospital Quirón. Nuestras necesidades, perentorias sí o sí, van por otros derroteros más mundanos. No más humanos, pero sí más entrañables.
Reencontrarnos con el líquido trigueño y con esa espumita mullida donde acomodar los belfos.
Una masa que, a mis oídos poco viajados, aparenta no saber hablar.
Masa humana, en medio de todo. Todos son sonidos rotundos, contundentes, de lucha libre o grecorromana. Es un
grupo compacto al que empujo, como si fuera un todo unitario, para pasar como paladín de mi reino trianero. Aparto también, con mi ira desbocada, a
bicis que zigzaguean entre mis piernas… nada de eso pasa. Acogotado me aparto, me hago invisible junto a la pared y avanzo sin tropas a las que dirigir, con el miedo en mis entrañas, con los
ojos timoratos y vigilantes.
Alcanzamos el
Miami, miro dentro del Miami. Nadie yace junto a la barra. De hecho, la barra ya ni siquiera se ofrece hospitalaria.
Está llena de cachivaches de la hostelería. La barra, antaño refugio, se vuelve, hogaño, hosca y casi oscense,
de lejana que la siento.
Así que sí,
a la terracita, cómo no. Mas ahora me surge el dilema más inquietante. Amenazador ante el debate que se erige en representación de la preocupación más señera para los paisanos del lugar.
¡Tanques sí, pero de cerveza y con tapitas en la mesa!, gritábamos en los años en los que el servicio militar obligatorio nos atoraba la garganta con sus pitracos. Ahora la caña se aparece como una ominosa y sempiterna presencia.
Ya no es ese vasito que vemos para los cafés con leche. Antes el de
para mi señora una cañita.
Vuelve el tanque, grita el eslogan publicitario. Porque
ese cortado modernito no tiene fuerza, y el vaso de la pretendida caña es de frágil e inconsistente vidrio.
Una porquería to.
Pero cedemos a la
inercia globalizadora y pedimos dos cañas. Las bebemos de forma disimulada mientras le susurro a mi mujer
la próxima tanques, eh, que nos estamos jugando el prestigio y un buen pescozón de algún
vigilante de la moral y las buenas costumbres.
En todo caso, que conste que soy yo de los
tanques bien echaos.
En El Tremendo y en el Jota, por ejemplo. Una acotación más: tanque no es tubo.
Tubo nunca, tubo caca, puag, no se toca.
La siguiente parada,
Altozano con Puente y Pellón. No es así, pero me suena bien.
Arribamos desde el Sur hacia el Norte. A mí todo lo que sea subir me parece el Norte.
De repente la respiración se me corta, el aliento se convierte en un estertor de muerte…
En las ventanas del edificio se ve el cielo, el más allá al que se ha largado el contenido y ha dejado desamparado al continente. El azul del cielo me dice sin lugar a dudas que
ya no hay piso tercero o cuarto. Que la estructura de la fachada sobrevive huérfana de sus cocinas, trasteros y alcobas.
Solita y abandonada para otro nuevo bloque de ¿apartamentos turísticos? (afirmando esto y estando en Triana he de reconocer que
me he arriesgado poco a equivocarme).
Menos mal, menos mal que soy de
pronto concluir y mucho errar. Es que los cristales inmaculados del bloque en cuestión reflejan el límpido azul del impoluto cielo. Que nada de nada de lo dicho. Que todo sigue en pie y en orden.
Que La Boca el León sigue rugiendo a pleno rendimiento.
Entramos como alma que lleva el diablo. Como ya quedó claro en párrafo anterior el verdadero rugir en esta taberna resulta ser el de
mi estómago malherido. Pero aún no ha llegado el hombre de las tapas. Esas que veo en el expositor, esas que, por lo ya dicho, se me vuelven a mostrar esquivas. Esta vez por un devenir inesperado y original: el hombre de las tapas, repito,
el hombre encargado de gestionar las tapas se va a hacer esperar.
Mi mujer, ojo de azor, los ve…
Pídete unos chicharrones. Tapita abundante y, lo mejor, deliciosa. Sin probarlos, ella se acuerda de que este domingo andaremos en Jabugo por San Miguel…
allí sí que voy a comerme unos chicharrones de verdá. ¡Hombre, no, tía! Eso es como si me pido una manzanilla infusión y tú me dices
ya verás mañana, en Sanlúcar, como me tomo una manzanilla de verdad.
Son asuntos diferentes. No entremos en terrenos pantanosos por debatir
qué es y qué no es chicharrón.
Un buen amigo aguileño,
Domingo El Sardi, siempre decía ante las trifulcas (fruto de la inestabilidad emocional provocada por el turbio asunto de estar ya piripi) sobre cuáles cervezas eran buenas y cuáles cervezas no,
¿aquí qué pone? ¿cerveza? Pues ya está.
El
vino de naranja también está de rechupete. Preguntamos a Enrique que de dónde.
Del Aljarafe. Al poco remata la concreción geográfica:
de Moguer. ¿Mande?
Pa mí todo lo que está de Sevilla pa´llá es el Aljarafe.
Nos encontramos con
Manuela de la taberna Maravillas, del barrio choquero de El Molino de la Vega. Entre saludos alegres aprovechamos para empezar una nueva investigación. Por entretenerse más que
na.
¿Dónde estaba la peluquería donde se pelaba Antonio Machín? Su peluquero era un asiduo del Vizcaíno,
Eugenio Gil de Montes Moreno (1). Las pesquisas quedan en el aire porque ellos marchan con premura. Que tienen el coche bajo la espada de Damocles de una sanción administrativa pertinente, pero indeseable.
No sé cómo, pero el día parece que va
de inspiración y, al final, de expiración. En un bar del centro entramos y hay jaleo. Es un tema de cuernos y, por supuesto, no queremos ni arrimarnos. El que lleva el trofeo sobre la cabeza se llama Joaquín,
Joaquín El Necio. La lía parda y hasta una chirla gasta. Nos largamos por patas cuando ya la sangre y los llantos no dejan respirar en el lugar. La clientela apura los vasos. Se escuchan sirenas y nosotros, a distancia prudencial, creemos estar a salvo.
Un rifirrafe sin mucho afán. El de la faca ya dio la guerra que quería dar. Unos forcejeos para hacer el paripé y al final el tal Joaquín escupe al suelo donde yace un buen hombre.
Con las manos en la espalda es metido a la fuerza en el zeta. La clientela vuelve a beber. Desde la acera de enfrente, susurrando lo que había pasado por teléfono, lo habíamos visto todo. Con un final tan aparatoso en una tarde rara.
Ojalá nos hubiéramos quedado en el Altozano.