Las cocinas demoscópicas han abusado tanto del microondas en las últimas contiendas electorales que ya es difícil pillarle el sabor a sus recetas. A veces se pasan con la sal y otras muchas con el azúcar. Por eso, me da la sensación de que los comensales ya salen con el bicarbonato de casa cuando cumplen con el rito de las urnas.
Los sondeos marcan las tendencias que los partidos y los medios quieren trazar. Y eso lo saben ya los electores, que son sabios y que difícilmente condicionan su voto a lo que digan el arte de la demoscopia y la cocina.
Ahora se da la paradoja de que, por regla general, los partidos que van muy bien tratan de enmascarar su ventaja para que su electorado no se confíe, mientras que aquellos a quienes pintan bastos engordan la victoria del adversario para que su gente acuda a votar aunque sea para evitar que su derrota adquiera tintes de descalabro.
La legislación electoral que rige en España pone fin a este singular certamen gastronómico siete días antes de que los ciudadanos ejerzan su derecho a voto. No deja de ser paradójico que así sea cuando en los próximos días vamos a asistir de nuevo a la confusión entre lo político y lo institucional, con alcaldes gestionando hasta última hora para que sus ciudadanos puedan disfrutar del parque prometido hace cuatro años justo antes de que vayan a votar, como si acaso el asunto fuera de vida o muerte.
El próximo domingo llegará el intermedio de una comedia electoral dividida en dos actos. A partir de ahí empezará el juego de los pactos. Y en ese baile no habrá ejercicio demoscópico que valga. Los políticos abandonarán los fogones para decidir, de verdad, el futuro de todos. Eso sí, quien más y quien menos se habrá colgado antes una estrella Michelín.
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