El retrato de mi hermana
En ocasiones, mi madre me ataviaba como de domingo, perfilaba con precisión de agrimensor la raya del peinado y me conducía de la mano al estudio de fotografía...
Aquella ceremonia ritual encontraba en mi hermana pequeña a otra de sus víctimas propiciatorias. Uno de los mayores berrinches que le recuerdo a mamá fue instigado por el calamitoso fracaso de una de estas expediciones fotográficas. La niña había sido vestida conforme a lo que en aquellos tiempos era tenido como canon del buen gusto. Mi hermana menor lucía pantalón de peto a cuadros y jerselito de cuello vuelto, indumentaria hermoseada por un broche con la efigie del Divino Redentor labrada en oro y zarcillos de lo mismo. La pequeña había de limitarse a exprimir su gracejo pueril ante el fotógrafo con el fin de obtener un retrato digno de ser empleado en la elaboración de postales con las que mi madre tenía pensado felicitar las navidades a su nutrida parentela. Sin embargo, ya fuera por la impericia del retratista, ya por la escasa predisposición al modelaje de mi hermana, lo cierto es que la imagen que se imprimió en el negativo acabó recibiendo los vituperios y condenas más gruesos que jamás hayan salido de los labios de mi progenitora. Lo que ocurrió fue que la niña, inspirada seguramente por un súbito arrebato de párvula rebelión, frunció el ceño, abrió la boca para exhibir sus mellas y extravió los ojos en un bizqueo impropio de una criatura de nuestra especie, acciones todas ellas ejecutadas en extraordinaria sincronía con el fotógrafo, quien aprovechó ese preciso instante, y no otro, para pulsar el botón y, con este gesto en apariencia banal, dejar para la posterior una prueba irrefutable de que el rostro de aquel angelito sólo pudo ser consentido por la existencia de un Dios inmisericorde.
Huelga decir que las postales jamás fueron distribuidas.
Ahora, con el transcurso de los años, creo haber descubierto las motivaciones que justificaban esa monomanía de mi madre por retratar a toda su descendencia. Mamá andaba persuadida de que dentro de miles de años, en algún lugar inhóspito y enterradas en el fondo de una covacha inaccesible y húmeda, criaturas de una civilización más avanzada que la nuestra descubrirían, semiocultas entre otros vestigios de la España del siglo XX, las fotografías de sus hijos en impecable estado de conservación. Mi madre imaginaba que, como un Carter ante la momia de Tutankamón, aquel arqueólogo del futuro tomaría entre sus manos mi retrato, lo expondría a un haz de luz polvoriento y, presa de la emoción y el aturdimiento profesionales, exclamaría sin vacilación: “¡Es el Anselmito!”. La experiencia de haber sido testigo de esta obsesión materna por los retratos me ha legado no pocas enseñanzas. La más edificante de todas ellas es la que a continuación se consigna. Los seres humanos albergamos la vana pretensión de dejar tras de nosotros un rastro indeleble gracias al cual no pasaremos desapercibidos para la posteridad. Es por esto por lo que escribimos libros, erigimos catedrales, plantamos árboles, conducimos pueblos hacia la gloria, grabamos epitafios sobre las tumbas, garabateamos las paredes de las cuevas, investigamos para dar con el paradero de virus diminutos, interpretamos a Shakespeare sobre el escenario con gran éxito de crítica y público, presentamos un reality-show bendecido por la audiencia, tomamos posesión de la Dirección General de Seguros y Fondos de Pensiones, contraemos matrimonio con Carla Bruni o la Duquesa de Alba, recibimos emocionados el Especial de Pura Cepa en su edición de 2011, componemos un réquiem tristísimo, posamos desnudos para la portada de Interviú y, sobre todo, y en primerísimo lugar, atildamos a nuestros hijos con jabón y agua de colonia para que en el estudio les hagan un retrato.
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