Negros nubarrones transformados en monstruosas figuras cruzaban el cielo con el batir de sus cascos gaseosos, provocando estruendosos ruidos que se prolongaban al infinito. Dejando a su paso sus huellas húmedas, arrasaba cortinas de redes, anafes y chapas de cinc de los techos más débiles. Durante todo el día, sus aullidos, eran como lamentos que salían del mismísimo infierno. Parecía querer acabar con toda la costa a la vez. Hasta el sol, esquivo y trémulo, era incapaz de traspasar la densidad de su opaca atmósfera, y solo dejaba traslucir descolorida claridad ensombrecida por el paso de frentes lluviosos. Cuando la tormenta se tragó la efímera claridad de tan corto día, las bombillas que quedaron ilesas apenas se atrevían a declarar su tímida luz, para no ser arrancadas de cuajo.
– Vamoí a la “picota” que hay mucha gente, – dijo el inquieto “Tambucho” sentado junto a la mesa con su hermana Pepa y la “Tatón”.
– ¡Qué nó!, que mamá haío con “Antonia la viuda”, tía Paca y “Cebajtiana” y dejó la copa encendía pá que nó nos moviéramos de aquí, – contestaba con autoridad Pepa y “la Tatón” a “Tambucho”.
– ¡No ve que gente! –, contestaba malhumorado “Tambucho”.
- ¡Aonde vamo í con el día tan malo?, – decía, la siempre cordial Encarnación (la Tatón).
Desde el atardecer, todas las familias barbateñas se hacinaron por la nueva construcción portuaria hasta el final de la barra; los más viejos, en las atalayas más cercanas: “la picota”, “la motilla”, “el cerrito”, o cualquier otro lugar desde donde pudiera divisar la negrura que escondía el embravecido horizonte. Todos sus hijos navegaban “derribados” de Larache a Mazagán, en tan indefensas embarcaciones. Los viejos marinos, conocedores de tantos temporales, argumentaban, la dificultad con la que tenían que enfrentarse cuando descubrieran la “corona del cabo”, donde las olas, en su “derribo”, acometían la amura de babor de popa y, casi tenían que afrontarlas regulando incluso la marcha del motor.
Las noticias que daban por la “Costera” no eran muy halagüeñas. El temporal de levante había sorprendido a la mayoría de la flota barbateña, sumiendo al pueblo en un mar de dudas. Aquella noche que, la tempestad enloqueciera convirtiendo sus olas en gigantescas montañas de tenebrosas ondulaciones, ponía en peligro el navegar de las frágiles traiñas que luchaban con denuedo para hacer realidad el esperanzador abrazo de sus familiares. Quiso el destino que aquel aciago 8 de diciembre de 1960, ocurriera la tragedia, y el Joven Alonso (el Cochino Gordo), traiña donde latían al unísono 39 corazones, dejara para siempre en nosotros su triste recuerdo: solo uno de sus tripulantes, Fernando López Infantes, aparecería en Tánger a los pocos días, siendo testigo inerte de un naufragio que dejara desamparada a tantas familias en la esperanza que nunca llegaría, por culpa de un:
Mar incierto compañero traidor.
Mar refugio de nostalgia y dolor.
Mar que al favor de los vientos tus olitas van sin timón.
Mar incierto compañero traidor.