Hay gente que dedica su vida a que no pasen las cosas que inevitablemente tienen que pasar. La DGT, es decir, España, gasta millones de euros en intentar hacernos ver que, algún día, los accidentes de tráfico serán cosa del pasado. Ojalá. Todos sabemos que eso es imposible y que accidentes habrá mientras las maniobras de un vehículo dependan de una decisión humana, a tomar sobre la marcha, afectada por una prisa, un carácter, un mal día o un estado de ánimo.
Se puede intentar reducir, no obstante, el número de imbéciles. Ayer, sin ir más lejos, avanzaba lentamente en caravana por una calle estrecha cuando sentí que por la derecha me pasaba, a velocidad endiablada, un objeto que resultó ser una moto sobre la cual viajaba un imbécil. Una mínima maniobra de giro a la derecha de alguno de los coches que circulábamos en caravana, para ocupar un aparcamiento o para entrar en un garaje, habría sido suficiente para que el imbécil se fuera a hacer puñetas, con enorme gasto para la sanidad pública, es decir, para todos nosotros, si el imbécil no se mata de tirón. Lo malo habría sido que el imbécil, en su caída, hubiera arrastrado a alguno de los cientos de niños que había en los alrededores, esperando para entrar en un colegio. A lo mejor alguno de esos niños era suyo, de usted, querido lector. Piénselo por un momento. Por eso veo más mérito en quienes no se rinden y dedican su día a día a intentar disminuir el número de imbéciles al volante, con la dificultad añadida de que el imbécil no se hace sino que nace. Los logros son evidentes. Ya no vemos, como antes, bólidos por la autopista, ni siquiera en zonas no controladas por radar. Se ha conseguido trasmitir la idea de que la velocidad, el único placer no contemplado en la Biblia, es peligrosa. Y una inmensa mayoría de conductores así lo ha entendido. Pero el entendimiento tiene las patitas muy cortas. Y se olvida pronto. Por eso es tan importante que nos gastemos millones de euros en recordarnos constantemente a nosotros mismos que tenemos que andarnos con cuidado, que parece, sólo parece, que nunca pasa nada hasta que pasa. Y que no es tan malo el daño que nos podemos hacer como el daño tan enorme que podemos hacer a los demás. Claro que, para poder entender esto último, es necesario no ser excesivamente imbécil.