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El problema de nuestro tiempo

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Afrontar adecuadamente el momento de pre-ruina en que estamos inmersos exige, como condición previa, que el lenguaje se desprenda de todo atisbo de confusión y deje de funcionar como coartada al pensamiento dominante. Un análisis realista conduce, sin remisión alguna, a concluir que la noción de <crisis> se queda pequeña, muy pequeña, ante la complejidad de las causas y la impotencia para establecer la solución.

Cuando padecemos un mal anhelamos, por sobre todas las cosas, fijar el diagnóstico, pues sin él las medidas paliativas, de existir, no se hallarán, serán erróneas o agravarán el pernicioso estado de partida. Así pues, nos vendría bien olvidarnos del término <crisis> por ser insuficiente desde su raíz, para dar cabida a aquel otro que mejor define nuestra situación. Ese otro término es, directamente, <enfermedad>.

El sistema capitalista ha alcanzado, definitivamente, el mayor grado patológico que podía esperarse de él. No es que lo paralicen unas fiebres pasajeras. Es que todo su armazón está infectado por dentro y a punto de romperse. No mañana, tal vez, pero sí dentro de poco.

Por paradójico que pueda resultar, uno de los factores que explican este paroxismo es la práctica ausencia de adversario. Caídas las piedras ignominiosas del Muro de Berlín y desfallecida la socialdemocracia contagiada, el capital no tiene más remedio que comerse a sí mismo. ¿Acaso la voracidad no ha sido siempre su seña de identidad más reconocible? Sí, siempre lo ha sido. Pero cuando el oponente muere y pide clemencia, cuando has acabado con él y colonizado a sus ardientes defensores (tus detractores de antaño), debes traer la paz, porque la alternativa a ella no es otra que el suicidio, es decir, morir agónicamente debido a tu propia hiper-grandeza insoportable.

¿Quién puede afirmar que esta conclusión no se ajusta a la realidad? El capitalismo vive del mercado, lo necesita para sobrevivir. Es su bienaventuranza, su dios. Sin embargo, el capitalismo mismo, empujado por sus ilógicas internas, está acabando con el mercado. ¿Puede alguien imaginarse locura más extrema, enfermedad más triste y enquistada?

Todo proceso morboso manifiesta síntomas. Que les hayamos prestado atención cuando lo requerían es otra cosa. Pero tales síntomas se revelan hoy con más virulencia que nunca: agrietamiento profundo de la democracia representativa hasta tal extremo que voces muy autorizadas cuestionan su viabilidad futura; quehacer político no ya nulo e irritante, sino cómplice necesario y cínico beneficiario de la devastación; cuerpo social en estado de schock porque de la acomodación ha sido arrojado, de repente, a la rabia y la frustración; sistema cultural carcomido por el espectáculo de masas, el hedonismo infantilizado y el vector de la irresponsabilidad; una generación entera, al menos, condenada a soportar condiciones laborales que son, por naturaleza, una burla a la dignidad que proclaman los textos constitucionales; abandono de la ecología, de la economía sostenible y de la protección al débil… ¿Sistema enfermo? Sistema moribundo que resiste a morir dando zarpazos. Y nosotros, los de carne y hueso, muriendo con él y padeciendo sus heridas.

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