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Miércoles 27/11/2024
 
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Nuestro tío, el calvo

Desde que el calvo se fue ya nada es igual. Era de la familia, como esos familiares lejanos que volvían a casa antes de Navidad para celebrarla con nosotros...

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Desde que el calvo se fue ya nada es igual. Era de la familia, como esos familiares lejanos que volvían a casa antes de Navidad para celebrarla con nosotros. Lo esperábamos como esperaban los niños el regreso del tío soltero, ese que había elegido una vida viajera en lugar de una estándar y que volvía con la maleta llena de regalos y mil historias de lugares y civilizaciones sorprendentes. Verlo llegar era que te entrara el mundo por las puertas, tenía la capacidad de hacernos soñar, de incubar en nuestras imaginaciones infantiles el virus de la curiosidad. Así era el calvo, el tío soltero de todos los españoles que regresaba a casa en vísperas de Navidad para traernos un billete con derecho al tren de los sueños.

El calvo desapareció, o lo hicieron desaparecer, y con él se esfumó la magia que envolvía los anuncios televisivos de la Lotería de Navidad. Los creativos optaron entonces por anuncios protagonizados por niños, una fórmula que suele funcionar cuando se trata de productos asociados a la Navidad. Pero no fue así, seguíamos echando de menos a nuestro tío el calvo. Así que los publicistas, en connivencia con los directivos de Loterías y Apuestas del Estado, decidieron perpetrar ese atentado audiovisual que fue el spot del año pasado, que más allá de las risas que provocó y de las perversiones que circularon por las redes sociales, se convirtió en una desoladora metáfora del país. Era cómicamente triste, tristemente cómico, porque subyacía un mensaje que tocaba la médula de este país. Cinco artistas de primera fila, dos de ellos aparecían prácticamente decrépitos, que cantaban ante un inmenso árbol navideño en la plaza de un pequeño pueblo mientras los lugareños corrían a escucharlos. El fulgor y la grandiosidad venidos a menos, el lujo cutre, el querer ser y no poder serlo y en su lugar aparentarlo, la antigua gloria empequeñecida hasta rozar lo ridículo. Y aquello transmitía una sensación de inexplicable desolación, el anuncio era un espejo que reflejaba un país en proceso degenerativo, casi terminal, tras haber vivido en una burbuja de lujo, derroche y crecimiento ficticio sobre la especulación y el dinero exprés. Un país que se desgañitaba por cantar como antes sin reparar en que tenía la voz arrasada. Aquel esperpento audiovisual era producto del esperpento nacional.

Este año han querido darnos un baño de cruda realidad aliñada con gotas de bonhomía y solidaridad. El spot de la Lotería es una historia lacrimógena que, de nuevo, se erige en metáfora de una sociedad a la deriva que genera cachondeo. Porque no me dirán que no han pensado que eso no pasa en España, que es ciencia ficción que a uno le guarden el décimo sabiendo que está premiado. Y no es que los españoles seamos malpensados, es que nos han enseñado a pensar mal. La realidad que nos rodea y las informaciones que surgen a diario sobre la corrupción y las injusticias sociales hacen que pensemos mal, que no nos fiemos ni siquiera de la ficción de un anuncio. Nos han engañado tanto, y siguen haciéndolo –la comparecencia del presidente Rajoy con sus medidas de regeneración y transparencia es la última muestra-, que han agotado nuestra candidez ciudadana. Qué quieren que les diga, en el interior del Bar Antonio yo veo saltando y celebrando el pelotazo con champán a Urdangarín y Cristina, a los de la Gurtel y los ERE, al pequeño Nicolás, a los banqueros rescatados, a los de las tarjetas black, a Monago, a Granados y a una ristra de sinvergüenzas y mentirosos victoriosos, mientras el resto de españolitos nos dejamos caer vencidos y desesperados junto a Manuel en la barra del bar y pedimos un miserable café. Pero lo más cruel de esta metáfora hecha anuncio es que sabemos que en la España real y corrompida el camarero nos dará el sobre con un décimo no premiado y con la factura de los décimos premiados de los que celebran a nuestras espaldas el pelotazo. Y con Manuel lloramos no de emoción, sino de rabia e impotencia.

Echo de menos al calvo, por lo menos regresaba cada año a vendernos una ilusión pasajera, tanto como el humo dorado que salía de su mano al soplar. Hoy no hace falta que sea Navidad para que a diario nos vendan humo.

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