El inglés Thomas Hardy y la ucraniana, afincada en Francia, Irene Némirowsky coincidieron durante su estancia en la tierra, sin conocerse personalmente, 25 años. Él fue longevo y murió octogenario en 1928. A ella la asesinaron, en el campo de concentración de Auschwitz en 1942, con solo 39. Ambos, escritores de talento, están presentes en nuestros cines con sendas películas basadas en dos de sus obras. Del primero, la nueva versión de ‘Lejos del mundanal ruido’, dirigida por Thomas Vinterberg y de la segunda, ‘Suite francesa’, firmada por Saul Dibb. Las dos, producciones británicas. En las dos está, además, uno de los actores del momento, el belga Matthias Schoenaerts.
Ambas, con producciones impecables, excelentes facturas y equipos técnico-artísticos, que se dejan la piel en el empeño. Pero que no consiguen, en el caso de la primera, hacer olvidar a su predecesora, firmada por John Schlesinger en 1967. La elección del danés Vinterberg, uno de los fundadores del Dogma, para dirigir este drama rural más grande que la vida, no deja de ser tan chocante como curiosa. Un drama rural, en el que una mujer fuerte e intrépida, adelantada a su época, se enfrenta a las propuestas de tres hombres muy distintos y enamorados de ella.
Como a un sector muy respetable de la prensa especializada le ha gustado, quien esto firma les pide que lo tengan en cuenta. Pese a que, en su opinión, le falta ese aliento lírico, épico, romántico y atormentado que sí estaba en la versión anterior. Pese a que solo deja ver fogonazos de emoción auténtica. Pese a que le faltan coherencia interna y visión de conjunto, en sus tramas y subtramas. Pese a que elude también la crítica a una sociedad cerrada ferozmente clasista y misógina. Pese a que la excelencia de su reparto no nos hace olvidar a los imborrables Julie Christie, Terence Stamp, Peter Finch y Alan Bates. Pese a que, aunque quien esto firma no piensa que cualquier tiempo pasado fue mejor… en este caso, sí.
En ‘Suite francesa’, Saul Dibb ha construido otro drama en el que la visión amarga, demoledora, radicalmente lúcida y objetiva -como un escalpelo inmisericorde sobre la Francia ocupada y colaboracionista de Vichy- de la autora está básicamente ausente. Nada hay en ella de la mirada estremecedora, por distante e irónica, de Némiroswky sobre verdugos y víctimas. Sobre las miserias morales de una burguesía tan expropiada, como cobarde y cómplice. Esas miserias que permitieron que su marido y ella fueran delatados y asesinados, incluso tras haberse convertido al catolicismo.
Estas carencias se hacen notar en una realización convencional y en sus esquematismos en el dibujo de los personajes. Pero la historia de amor alza el vuelo y tiene toda la intensidad, el deseo y el peligro que dicho romance prohibido y desigual requería. Porque, entre otras cosas, la química y el talento de Michelle Williams y el citado Schoenaerts lo valen y lo bordan.
Tan cerca y tan lejos del espíritu de dos creadores, que supieron retratar la época que les tocó vivir y padecer, están estas sus versiones cinematográficas. Ustedes deciden.