Nigel Richards jamás será vecino de tumba de Voltaire, Dumas, Rousseau, Zola y Víctor Hugo. Sus huesos no descansarán junto a los ilustres restos óseos de esos escritores franceses en el Panteón parisino, esa apabullante construcción con que Francia homenajea a los grandes hombres que le dieron gloria. París no será la patria eterna de Richards, si me apuran ni siquiera podría ser su residencia en vida porque este neozelandés no tiene ni papa de francés. Pero ni papa, y a pesar de eso acaba de proclamarse campeón del juego de palabras encadenadas Scrabble en la lengua de Moliére, imponiéndose a jugadores experimentados y perfectos conocedores de la lengua gala. Quizá podrían hacerle un huequecillo en el Panteón para que reposara eternamente por su extraordinaria capacidad para memorizar: en solo nueve semanas aprendió de memoria el diccionario completo de francés para presentarse al campeonato. Como lo leen, un auténtico papagayo que ha arrebatado el trono a los halcones franceses reconociendo sin rubor que es incapaz de pronunciar una sola palabra en ese idioma.
Y es que las palabras son tarros vacíos que debemos llenar con los mil sabores de la existencia, dotarlas de contenidos propios y, sobre todo, de sentido. Tanto las palabras propias como aquellas que nos llegan de otros no son más que letras, una tras otra, cuya trascendencia radica en la capacidad que tengan para mover resortes interiores del ser humano. Desde el origen de la humanidad, la palabra ha sido consecuencia y resultado, herramienta para una necesidad, estación final de un tren y andén donde otros hombres se subían al mismo tren para continuar el apasionante viaje de la humanidad. La palabra es creadora de rutas hacia lo más interior y cordel para anudar entre sí espíritus; con ella vestimos las ideas e intuiciones que nos aletean por dentro para darles cuerpo, las usamos como ganchos en la pared vertical de la existencia a través de los cuales pasamos la cuerda de nuestras esperanzas.
La victoria de Richards es la derrota de la palabra, y simboliza sin pretenderlo la realidad en la que se mueve el hombre actual. La vulgaridad y ausencia de pensamiento crítico y creativo se esconden tras palabras vacías pero rimbombantes, palabras que edulcoran las vicisitudes de la vida y embotan el filo hiriente de la existencia. Todo debe ser dicho con palabras correctas, le han quitado el veneno a sus colmillos para que no provoque reacciones alérgicas en la sociedad. Desde la política hasta la música pasando por el periodismo se están sirviendo de la palabrería, de esa ametralladora de palabras sin sustancia que, como escribió Sabina, ni mueren ni nos matan.
La palabra, ya sea en política o en arte, debe ser motor, no freno; debe desenmascarar en lugar de ocultar, ser faltona e irreverente para que los poderes se sientan cuestionados. La palabra es un tigre que, si se domestica, acaba convertido en un ridículo gatito grande que lame a su amo.
Es cierto que hay pocos caladeros ya de palabras salvajes y sin contaminar. El verano es una época propicia para que hagan el esfuerzo de buscar esas palabras que nos abren en canal para mostrarnos cómo tenemos las vísceras y nos ofrecen una mirada nueva con que enfrentarnos a la realidad. Busquen y rebusquen esas palabras, ya sea en ensayos, novelas, poesía, teatro, encíclicas, discursos, canciones, películas… seguro que las encuentran y con ellas encuentran un afinador del sentido de la existencia. Lean este verano, ni mucho ni poco, lo preciso, ya que en ocasiones una sola frase provoca que las piezas encajen en nosotros como un tetris interior. Lean, desechen, abandonen, abominen, pero no se rindan, no desistan de buscar sus palabras, porque existen, alguien en algún momento las escribió para usted. Y no solo lean, escriban y hablen sus palabras propias, no consuman las del mercado, construyan su propio edificio intelectual, piensen por sí solos y hablen por sí mismos. Si lo hacen, el verano les habrá valido la pena.
En el Scrabble particular de cada uno no sirve memorizar como Richards, simplemente comiencen formando su primera palabra, luego vendrán más palabras con sentido. Esa palabra de arranque quizá sea “yo”.