Oigo voces
Los propietarios de las voces que oigo me son fieles. Perdón, no lo he mencionado. Oigo voces...
Los propietarios de las voces que oigo me son fieles. Perdón, no lo he mencionado. Oigo voces.
Gracias a esta singularidad hiperestésica, jamás me he sentido solo en el universo. Ellas caminan siempre conmigo. Unas sirven de fondo a este caos sonoro que puebla mi cabeza. Son como un bisbiseo continuo apenas perceptible. Otras se imponen con la aspereza del trueno y su gravedad. También hay voces discretas que huyen de la altisonancia y la timidez con idéntico afán.
He sido atendido por los más reputados especialistas, ante quienes me he presentado como un caso clínico digno de atención. Los psiquiatras se encogen de hombros, pues no deben advertir nada particularmente interesante en mi chaladura. Sólo mi psicoanalista ha sido capaz de avanzar lo que, según juzgó su parecer profesional, constituía la causa de mi mal. “Oyes voces, dices. ¿Has probado a apagar la televisión?”. Así lo he hecho. Pero sigo oyendo voces.
Esas criaturas cuya materialidad me es ajena me conminan a cometer los más nefandos crímenes y las empresas más piadosas. Una voz meliflua y tartamuda ulula trepidante junto a la pared interior del parietal con la inicua pretensión de persuadirme para que prenda fuego a la ciudad, como un césar chiflado en el balcón de su vivienda de protección oficial.
Otra voz, reverberante y dulce, como la de una aparición mariana, me invita a formalizar mi ingreso en el Casino, a postularme como hijo predilecto y a emocionarme con los sones de La novia del sol. En ocasiones oigo pasodobles.
Llegué a pensar que mi cuñado tenía razón. “Oyes voces, dices. No debiste comprar jamás un piso con tabiques de pladur”. He sustituido el pladur por gruesos muros de ladrillo. No hay caso. Sigo oyendo voces.
Si fuera posible, agradecería que los dueños de las voces que me acosan me fueran presentados. Personalmente.
A fuer de ser sincero, habré de confesar que no es éste el único desarreglo mental que me mortifica. Oigo voces, pero también hablo solo.
Mis soliloquios fantasean con el emperador pirómano al que antes me refería.
Susurro a un incendiario desconocido que alimente el fuego purificador, le invito a oficiar el ritual destructor del que emergerá una nueva ciudad.
Pero nadie me responde. Y eso a pesar de que, como ya tengo repetido hasta la saciedad, oigo voces.
La ciencia médica se ha revelado incapaz de hallar una explicación a mis padecimientos, por lo que he resuelto buscarla por mí mismo.
He elaborado una teoría. En voz alta, mientras presto atención a las voces que me hablan.
Guardo el convencimiento de que, del mismo modo que las voces de otros resuenan en mi cabeza, la mía se deja oír en la de un desconocido.
Quizá sólo los locos disponen de este sentido extraordinario que les permite captar los discursos que para sí mismos construyen otros locos, pláticas sin interlocutor que flotan en el aire, como el polen invisible desprendido de las patas de las abejas.
Los dementes que oyen voces son los alérgicos a las palabras suspendidas en el ambiente.
Mi voz, la que imposto para mis soliloquios más teatrales, retumbará en el cráneo de un traficante de chatarra o de un asesor del presidente de cualquier diputación provincial. Me gustaría conocer a aquél que me escucha sin que yo lo pretenda.
Quizás, un día, los periódicos publicarán la fotografía del perturbado malencarado que inauguró la devastación, que arrojó el líquido inflamable junto a la estación de servicio para, con un propósito inequívocamente criminal, avivar el fuego que, tras tres días y tres noches de voracidad destructora, dejó la ciudad reducida a cenizas.
Confío en que no haya sido mi voz la responsable de tamaña villanía.
Gracias a esta singularidad hiperestésica, jamás me he sentido solo en el universo. Ellas caminan siempre conmigo. Unas sirven de fondo a este caos sonoro que puebla mi cabeza. Son como un bisbiseo continuo apenas perceptible. Otras se imponen con la aspereza del trueno y su gravedad. También hay voces discretas que huyen de la altisonancia y la timidez con idéntico afán.
He sido atendido por los más reputados especialistas, ante quienes me he presentado como un caso clínico digno de atención. Los psiquiatras se encogen de hombros, pues no deben advertir nada particularmente interesante en mi chaladura. Sólo mi psicoanalista ha sido capaz de avanzar lo que, según juzgó su parecer profesional, constituía la causa de mi mal. “Oyes voces, dices. ¿Has probado a apagar la televisión?”. Así lo he hecho. Pero sigo oyendo voces.
Esas criaturas cuya materialidad me es ajena me conminan a cometer los más nefandos crímenes y las empresas más piadosas. Una voz meliflua y tartamuda ulula trepidante junto a la pared interior del parietal con la inicua pretensión de persuadirme para que prenda fuego a la ciudad, como un césar chiflado en el balcón de su vivienda de protección oficial.
Otra voz, reverberante y dulce, como la de una aparición mariana, me invita a formalizar mi ingreso en el Casino, a postularme como hijo predilecto y a emocionarme con los sones de La novia del sol. En ocasiones oigo pasodobles.
Llegué a pensar que mi cuñado tenía razón. “Oyes voces, dices. No debiste comprar jamás un piso con tabiques de pladur”. He sustituido el pladur por gruesos muros de ladrillo. No hay caso. Sigo oyendo voces.
Si fuera posible, agradecería que los dueños de las voces que me acosan me fueran presentados. Personalmente.
A fuer de ser sincero, habré de confesar que no es éste el único desarreglo mental que me mortifica. Oigo voces, pero también hablo solo.
Mis soliloquios fantasean con el emperador pirómano al que antes me refería.
Susurro a un incendiario desconocido que alimente el fuego purificador, le invito a oficiar el ritual destructor del que emergerá una nueva ciudad.
Pero nadie me responde. Y eso a pesar de que, como ya tengo repetido hasta la saciedad, oigo voces.
La ciencia médica se ha revelado incapaz de hallar una explicación a mis padecimientos, por lo que he resuelto buscarla por mí mismo.
He elaborado una teoría. En voz alta, mientras presto atención a las voces que me hablan.
Guardo el convencimiento de que, del mismo modo que las voces de otros resuenan en mi cabeza, la mía se deja oír en la de un desconocido.
Quizá sólo los locos disponen de este sentido extraordinario que les permite captar los discursos que para sí mismos construyen otros locos, pláticas sin interlocutor que flotan en el aire, como el polen invisible desprendido de las patas de las abejas.
Los dementes que oyen voces son los alérgicos a las palabras suspendidas en el ambiente.
Mi voz, la que imposto para mis soliloquios más teatrales, retumbará en el cráneo de un traficante de chatarra o de un asesor del presidente de cualquier diputación provincial. Me gustaría conocer a aquél que me escucha sin que yo lo pretenda.
Quizás, un día, los periódicos publicarán la fotografía del perturbado malencarado que inauguró la devastación, que arrojó el líquido inflamable junto a la estación de servicio para, con un propósito inequívocamente criminal, avivar el fuego que, tras tres días y tres noches de voracidad destructora, dejó la ciudad reducida a cenizas.
Confío en que no haya sido mi voz la responsable de tamaña villanía.
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