Yo soy de aquellos que suelen huir de preguntas comprometidas que hagan juicios de valor con respecto a cualidades y capacidades particulares y/o personales, sobre todo, sabiendo que si soy honesto heriría los sentimientos y ese ego mal entendido que todos llevamos dentro. Pero cuando se insiste y se pregunta, intento dar ese punto de vista que se adapte más a la realidad, aunque debo reconocer que procuro minimizar el impacto que dicha respuesta pudiese crear. Quizás sea un error de formas, pero en estas situaciones, en general, estamos acostumbrados a mentir para fintar el “mal trago” que suelen ocasionar dichas respuestas.
Ante amigos que escriben, cantan, dibujan o emprenden determinadas empresas o proyectos, reconozco que en muchas ocasiones tengo que hacer un enorme esfuerzo para no caer en la patética salida del ‘no está mal’ o frases de la misma índole, debatiéndome entre esa falsa respuesta programada con intención benevolente y dejándolos perseguir sus sueños o evitarles la agónica y cruda realidad a la que deberán enfrentarse, implantando a través de la verdad la semilla de la realidad que les espera, como si en mi valoración estuviese ese poder.
La mentira piadosa o de honor (en política), como la denominamos coloquialmente, está sobrevalorada, y prefiero una verdad clara y directa a llevarme toda una vida cosechando continuos fracasos. “Si Kant levantará la cabeza” observaría que su imperativo categórico en cuestión de mentir se aleja mucho de esa sistemática actitud que hemos asumido como un deber social, donde la mentira está justificada ante determinadas situaciones, una premisa de la que se parte en casi todos los aspectos de nuestra vida y que se establece como una ley moral por deferencia al otro y no por honestidad. En esta sociedad donde los resultados están por encima de las formas, nos hemos convertido en unos expertos mentirosos, y eso, os puedo asegurar que es verdad.