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Atando Cabos

"Sin pa"

El sin pa lo convierten algunas personas en un arte y ahora en fiestas multitudinarias aún más

Publicado: 14/12/2022 ·
14:14
· Actualizado: 14/12/2022 · 14:14
  • Paseo con visitantes en el Parque del Retiro de Madrid. -
Autor

Remedios Jiménez

Licenciada en Historia, docente y verso suelto

Atando Cabos

Una mirada sobre lo que nos pasa día a día, bajo los titulares de la incesante actualidad

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Llegué a la plaza de España en Roma entre multitudes, no sabía que todo el mundo podía tomarse las vacaciones en mayo. Ni me senté en sus escalerillas, hacía calor, bajé hacía abajo por su milla de oro y encontré una pastelería magnífica. Allí sí que me apetecía hacer un descanso, entre natas puestas con boquillas rizadas, milhojas de crema, cucuruchos de chocolate… No había ninguna pieza que bajara de los siete euros. Ocupé una mesa en la primera sala, porque el local era alargado y profundo. Pedí un chocolate y un par de pasteles, saqué mi cuaderno y escribí un rato mientras iba comiendo pequeños bocados que saboreaba lentamente. El chocolate era espeso y brillante, tuve que soplarlo porque estaba muy caliente.

Mientras releía lo escrito me asomaba por encima del cuaderno y observaba el deambular de los clientes y los camareros. Aquello estaba lleno, había cola para sentarse. Cogí el bolso y me dirigí al fondo, al servicio, no llegué a entrar, había gente esperando. Tampoco me apetecía hacer mis necesidades donde seguro las habían hecho más de doscientas personas. Me lavé las manos y regresé a la mesa que ocupaba. Hice señas al camarero varias veces. Mi compañera de la mesa de al lado me observaba hacer muy atenta terminándose sus cannolis. Yo no paraba de mirar el reloj, no había forma de salir de allí. Así que la vi tomar el último sorbo de café, limpiarse la boca, levantarse, recoger sus cosas y marcharse tranquilamente por la puerta.

No era mi primera vez, aquella fue en el merendero del parque del Retiro, la chica sólo había pedido un refresco y un sándwich de queso. Una pequeñez sin importancia, pero ya habría agotado su presupuesto y al día siguiente puede que tuviese previsto salir con su mochila en tren de vuelta a casa. Sudaba, aunque estábamos en marzo. Se agarró del brazo de una chica ciega que dijo que no necesitaba su ayuda, yo sí la tuya le dijo y la acompañó con decisión. No se atrevía a mirar hacia atrás y tampoco podía meterle prisa a su salvadora. No hubo ninguna voz a sus espaldas, la muchacha invidente había pagado. La gorrona se había quitado la gorra que había llevado puesta todo el tiempo y se había puesto una rebeca azul que había sacado de su escaso equipaje. No sé si era su primera vez, pero le salió de lujo.

El sin pa lo convierten algunas personas en un arte y ahora en fiestas multitudinarias aún más, en perjuicio de los que llevan muchas horas trabajando. Aún recuerdo uno masivo, que siempre contaba mi padre, en Sevilla, en un restaurante al que íbamos mucho. Era una familia de unas veinte personas, pidieron de todo, almorzaron bien, vaya. Luego se fueron levantando uno a uno, hasta que por último salieron los mayores, una pareja de ancianos. Cuando el camarero se dio cuenta, salió a la calle gritando, le habían hecho el día.

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