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Curioso Empedernido

Oler a mar

Embebido en sus pensamientos, se cuestionaba cómo es posible que algunos solo vean la paja en el ojo ajeno y no la viga en el propio

Publicado: 25/07/2024 ·
14:15
· Actualizado: 25/07/2024 · 14:15
Autor

Juan Antonio Palacios

Juan Antonio Palacios es observador de la conducta humana, analista de la realidad y creador de personajes literarios

Curioso Empedernido

Curioso empedernido. Curioso de las tres pes, por psicología, la política y el periodismo, y alérgico a las fronteras y murallas

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Caminaba despacio, absorto en sus pensamientos, sin tomar conciencia que ya había amanecido un nuevo día, ni reparar todo lo que el paisaje le regalaba, y que era como un inmenso placer para los sentidos y un goce para todo el cuerpo, y además se sentía un ser privilegiado por todo lo que podía imaginar .

Se encontraba al lado del mar, que durante toda su vida le había acompañado, empapándose de toda la salada claridad de ese cruce de caminos donde vivía, ese sur del  sur, mientras ensoñaba con otras cosas fuera de la realidad, transportándose en ocasiones a otros tiempos de su propia historia personal.

Pensaba, cuando de niño, de la mano de sus padres o de sus tíos y junto con sus hermanos y primos se bañaba en aquellas playas. Todo era distinto, o al menos a él se lo parecía. No había una sola grúa, ni una sola chimenea y mirando el horizonte, creía que allí se terminaba el mundo.

Sentía como si fuera hoy mismo, la sensación de plenitud de esos paseos al filo de la bocana del puerto, cogido de la mano de quien seguía siendo su mujer, pero cuando ahora en sus perdidas reflexiones miraba alrededor suyo todo estaba lleno de humo, edificaciones y estructuras metálicas que no cesaban en su pertinaz movimiento y en su penetrante sonido, ni de noche, ni de día.

Se decía a si mismo, por aquello de conformarse y verle el lado positivo a la más agresiva de las situaciones, que era el tributo al desarrollo y al progreso, pero tras una breve parada , no encontraba razones, por mucho que se esforzara en justificar de que forma habíamos sido compensados, por tanto relleno y tanto cemento.

Había pasado el tiempo, se diría que había volado de forma rápida, sin apenas darnos un respiro para la holganza y la vida contemplativa y el era un hombre maduro, con el cabello cano y como diría Machado en su poema Soledades, “había navegado en cien mares y atracado en cien riberas”
A lo largo de los años, había tenido ocasión de comprobar la grandeza de lo pequeño y, en ocasiones, la insignificancia de lo grande. Había aprendido a relativizar las cosas, a no precipitarse, a no juzgar a las primeras de cambio y a darle tiempo al tiempo, descubriendo sin prisas pero sin pausas el valor y el equilibrio de la prudencia y de la templanza.

En su tránsito de un lado para otro, había conocido todo tipo de gentes, y cada día que transcurría, la experiencia le ofrecía un ejemplo de lo peligroso que resultaba esa permanente manía de intentar pontificar sobre todo y sobre todos, como si fuéramos los únicos poseedores de la verdad.

Embebido en sus pensamientos, se cuestionaba cómo es posible que algunos solo vean la paja en el ojo ajeno y no la viga en el propio, y eran incapaces de admitir ningún error, como si fueran ridículamente infalibles, indiscutiblemente sabios, y el resto de la humanidad solo unos torpes que no entienden ni saben de nada y que sólo se merecen lo que tienen.

Paso a paso continuaba haciéndose preguntas, y se interrogaba por qué donde existe mucho ruido y los tambores nos ensordecen con el eco de sus percusiones, sólo percibimos operaciones de distracción para que no reparemos en lo que debería merecer nuestra atención.

Tampoco lograba comprender, como algunos poderosos, trataban de justificar lo que no tiene explicación, y no eran capaces de resolver lo que tendría una fácil solución. Sólo palabras en lugar de decisiones, sólo intenciones en lugar de trabajar.

No acertaba a entender, porque para algunos lo que les interesaba era indiscutible e incuestionable, y todo lo demás constituía la sinfonía de las bagatelas, que no son objeto del más mínimo de los respetos. Esta Ley del embudo, provocadora de la arbitrariedad y la injusticia, resultaba indignante que fuera admitida como la cosa más normal del mundo.

De pronto había dejado de sentir en su rostro la brisa del mar, estaba ante la puerta de su casa introduciendo la llave en la cerradura, y en aquella tarde de levante continuaba oliendo a mar.
 

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