A propósito de los comercios que en La Isla van cumpliendo bodas de Plata, de Oro, o de Platino, y coincidiendo con el Centenario de la Librería García Bozano celebrado el pasado jueves,
fijate tú, ayer me crucé por la calle Las Cortes con un antiguo comerciante de La Isla ya jubilado.Un comerciante de aquellos que pagaban el 0,40 por ciento de ITE allá cuando los padres y las madres de la mayoría de los pobladores que habitan las aceras actuales, aún no habían hecho la Mili ni el Auxilio Social. Aquellos tiempos donde el horario de apertura de los comercios lo marcaban los primeros clientes que llegaban a la tienda y lo cerraban los últimos en comprar. Tenderos que costeaban todos los años la cabalgata de los Reyes Magos con sus aportaciones voluntarias. Más elevadas en cuantía, cuanto más cerca estaban sus negocios del recorrido del desfile navideño.Comerciantes de sábados, domingos y fiestas de guardar durante trescientos sesenta y cinco días al año y uno más si tocaba bisiesto. Peritos licenciados en gentileza, que ofrecían una silla a las personas de edad para acomodarlas mientras eran atendidas, y las acompañaban hasta la puerta del establecimiento personalmente al finalizar la compra, en supremo gesto de exquisitez en el trato. Auténticos vendedores sin doctorados ni cátedras, que aprendieron a cuidar al público antes que a cantar la tabla de multiplicar. Algunos -pocos ya- que llevan más de 50 años trabajándose día a día esa máxima mercantil ya extinguida desgraciadamente, que basa el éxito del negocio en dos sencillos artículos.
Primero. El cliente siempre lleva razón.
Segundo. Cuando no la lleva se aplica el artículo primero. Esos magos de la cortesía que te reciben y te despiden con una afectuosa sonrisa compres o no compres, porque valoran agradecidamente el favor que les haces al pisar el suelo de sus negocios. Licenciados en ingeniería de la amabilidad que te tratan como lo que eres: la pieza indispensable en el engranaje del cigüeñal de su futuro y suerte de su prosperidad. Y lo hacen con una pericia distinguida, adquirida desde los cimientos de su aprendizaje quinceañero. Con galantería, pero sin servilismo. Con educación, pero sin postración. Con gentileza, pero sin reverencias. Con confianza, pero sin excesos. La cortesía aplicada con respeto y decoro no envilece ni degrada a nadie. Dependientes como la copa de un pino. Negociantes ejemplares, virtuosos del mostrador que se bastaban de su locuacidad para sacarte con su arte cultivado, los cuartos del bolsillo habilidosamente, argumentando con socarronería estrategias aduladoras a las que cualquier ego sucumbe.
¡Cómprese esta rebequita de angorina doña Rosa, que está como hecha para usted! Ha dicho el Parte Meteorológico que el invierno va a ser fresco y tiene usted que cuidarse. Que los cambios de temperatura son muy malos y luego pasa lo que pasa.
Es que me resulta un poco carilla Máximo.
Por dió mujer ¿Acaso no se merece usted un caprichito con la lucha que lleva? ¿No ve usted como otras con menos lo hacen? ¿No sería peor gastarlo en botica? Al final del intercambio de razonamientos, doña Rosa salía de la tienda con su rebequita de angorina envuelta en papel manila, deseando llegar a casa para que sus hijas la vieran.
Conozco el caso de una señora que enviudó en el mes de noviembre y fue a Casa de Máximo a comprarse ropa negra de luto como era costumbre por entonces. Aquella desconsolada mujer no dejó de recibir condolencias del sabio dependiente mientras la atendía. Poco a poco fue alterando el estado de ánimo de la pobre viuda hasta el punto de convencerla para que comprara unos metros de percal de lunares porque en julio llegaba la feria, y a lo mejor para entonces ya se había repuesto del disgusto. ¡Palabra de dios!
Ahora no. Ahora entras en el
Estradivarius, en el
Sprinfi lo en el
Pulanbir, y los dependientes se esconden. Allí te ves solo sin nadie a quien preguntar siquiera la hora. Y si por casualidad se te acerca alguien, es un guarda de seguridad mirándote inquisitivo para que te sientas aún más incómodo entre tanto maniquí, tanto perchero y tanto desorden
Los dependientes de hoy han quedado solo para indicarte donde está el probador y pasar la tarjeta por el cacharro de marras.
De los dueños ni hablamos. Esos están pescando en el Caribe a bordo de un yate Benetti Oasis con un Chivas Regal Extra en una mano, y un mero de acato en la otra. Mientras, en la antípoda de su opulencia, los aborregados consumidores les vamos llenando el tanque al Maserati Quattroporte que conducen, y atiborrando de billetes los graneros que usan como huchas para escalar puestos en la lista Forbes. Finalmente y para que la ecuación pecuniaria cuadre, retribuyen a sus dependientes invisibles con salarios obscenos, procedentes de los desperdicios que originan sus desenfrenos paradisiacos.
¡Como cambian los tiempos Venancio!