Semana Santa de la infancia. Betún para los zapatos y traje nuevo a la caza del candor quinceañero entre toques de cornetas y bramidos de tambores, cuando la contemplación de Mater Amabilis anestesia a su paso el descuido de las adolescentes pretendidas. Virgo prudentissima, ora pro nobis.
Sillas de tijera en la calle Rosario torrándose al sol primaveral dispuestas a hospedar al atardecer, posaderas abrazadas por encajes y brocados, sedientas de un Cristo exhibiendo las grietas de su suplicio en una Columna pringada de sangre purificadora. Mater divinae gratiae, ora pro nobis.
Mantillas y uniformes de misa de doce, importunados por pregones del rico american y de sultanas de coco y huevo, que llevarán a las cocinas de sus voceros puchero caliente con el que calmar el apetito de la prole hambrienta otra semana no tan santa. Mater purissima, ora pro nobis.
Túnicas de popelín almidonado, ceñidas por fajines de rafia a juego, y capirotes de cartón circundados por algodón calmante de frentes descarnadas, que encubren hasta el tobillo un anonimato revelado solo por extremidades laceradas en el borde de los adoquines, que alfombran de dolor la Soledad del penitente. Mater castissima, ora pro nobis.
Niños revoltosos serpenteando su incordio por esquinas apuntaladas de bulla estática a la espera de la voz de un capataz curtido, guiando el paso a la izquierda, cuando un Huerto alzado sobre el brío de treinta morrillos amoratados, dobla la bocacalle de Marconi besando las margollas de un balcón aturdido por el humo del incienso. Mater inviolata, ora pro nobis.
Cirios de petróleo, agraviando con su profecía de progreso el aroma de azahar primaveral, apostados al filo de la acera en espera de un paso barnizado a muñequilla la tarde del Lunes Santo, vigilia de la exhibición burlesca del Ecce-Homo ante la justicia de un pueblo depravado, ávido de plasma púrpura. Mater intemerata, ora pro nobis.
Cortejo de penitencia sombría, cubierta con velo negro, misal empastado y ristra de rosarios artesanales, elaborados con semillas de algarrobas conectadas entre sí por pepitas de alpaca fundidas de algún guardapelo desusado, arrastrando su fervor tras el manto de una virgen consternada, implorando Misericordia para su hijo condenado. Mater admirabilis, ora pro nobis.
Uniformes níveos de Baturones y Garcías Raez con pecheras deslumbrantes, antecediendo un cortejo de curas que parecían curas, apadrinados por el arcipreste Gaona tocado de solideo encerado y pantorrilla escayolada de ira, repartiendo Caridad laica y religiosa a su paso por un itinerario bordeado de chaquetones grises, correajes de charol y entorchados fulgurantes, que hacían las delicias de aquellos niños revoltosos de las esquinas, cegados ahora por el fulgor de tanta pompa, discrepante con la indigencia de los mendigos pedigüeños Afligidos por una Ley de Vagos y Maleantes, que solo entendieron cuando el tiempo borró su huella ominosa. Mater bono consilii, ora pro nobis.
Viernes Santo de Nazareno. Martirio redentor adobado con poleás, panizas, arroz con leche, torrijas y alcauciles. Una peseta de paga extra cum júbilo para gaseosa, chicle y arropía larga y retorcía, tesoro ansiado de los mismos niños revoltosos que guardaron Silencio la noche anterior en el apagón de las calles negras, protegidas por la solemnidad de los mayores, camuflados de cristianos impostores durante el paso de cuatro hachones rojos de diámetro descomunal. Mater Creatoris, ora pro nobis.
Arbotantes, trepás, bocinas, cíngulos, potencias, caídas, baldaquines, candeleros, báculos, bambalinas, veneras, navetas, nimbos… palabras de un léxico católico-patriota pronunciadas por adultos adoctrinados en la liturgia de un régimen confesional, incomprendidas por los niños revoltosos que envejecieron junto al Medinaceli sobre un monte de claveles rojos y que, ahora, en el último tramo del ciclo de la vida, por fin distinguen la devoción reverente de la Pasión de Cristo, con la fiesta bullanguera que su infancia les mostraba. Mater Salvatoris, ora pro nobis.
En el Santo Entierro con ruedas de los recuerdos, creció el niño y se fue la infancia. Se fue el popelín; se agotó el almidón. Se fueron los uniformes; se perdió el miedo. Se fueron los pregones; se acabó el hambre. Se fue la peseta; se olvidaron las arropías. Mater prudentissima, ora pro nobis.
En la memoria de la evocación infantil quedaron aquellas sillas de tijera a pie de calle Rosario. Las mismas que ocupan ahora nuevas posaderas con distintos tejidos, pero idénticos corazones. Fieles devotos de nuestros días que lucen palmito acomodados en palcos ornamentados, para sollozar desde lugar preferente el dolor a un Cristo aderezado de caoba y oro, que en nada se asemeja al que padeció martirio por las pedregosas cuestas del Gólgota. Mater veneranda, ora pro nobis.
El niño de setenta años añora la carne trémula de aquel candor quinceañero ya trasnochado, y regresa a casa triste, al contemplar la inoportuna exhibición de opulencia durante la conmemoración de una Pasión brutal, tan dramática como austera. Mea culpa, mea culpa, mea máxima culpa.