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Desde el campanario

Lo digo tal como lo pienso

Como consecuencia, dos generaciones enteras padecimos de castración intelectual y amputación de pensamiento

Publicado: 23/06/2024 ·
19:51
· Actualizado: 23/06/2024 · 19:51
Autor

Francisco Fernández Frías

Miembro fundador de la AA.CC. Componente de la Tertulia Cultural La clave. Autor del libro La primavera ansiada y de numerosos relatos y artículos difundidos en distintos medios

Desde el campanario

Artículos de opinión con intención de no molestar. Perdón si no lo consigo

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Como aquel que dice, hace dos vueltas de calendario, estaría escribiendo este artículo en una máquina Olivetti sentado en una rústica mesa de madera ubicada bajo un techo con vigas de pino rija. Si señor, aquellos ingeniosos artilugios de escritura que a cada dos por tres se les salía la cinta. Asunto jodidillo ese ya que, si no andabas con cuidado para reubicarla en su rueda, los dedos se te ponían negros como el sobaco de un grillo, quedando tus huellas grabadas en el folio sin solución de enmienda posible porque las gomas que existían para quitarlas lo que hacían era emborronar aun más el papel. Igual de rudimentario en esa época pleistocena sincrónica, eran los medios para recopilar datos. El Rancés o el Aristos aclaraban el significado de las palabras inciertas, y la exploración del Larouse o el Sopena, te descifraba las cuestiones históricas, cronológicas y onomásticas. Para lo demás, un vueltazo por bibliotecas o hemerotecas te ayudaba a desatascar tus taponamientos literarios.

Si retrocedemos aún más en el tiempo, descubriremos aterrados, que no estamos tan lejos del tintero y el plumín. Del pupitre de madera, la pizarra y el pizarrín. Del mapamundi. De la regla, escuadra y cartabón. Del papel secante y la tinta Pelikan. De los cuadernillos Rubio, las cartillas Rayas, la enciclopedia Dalmau y el Catón. Del puntero, el lapicero y el borrador. De los lápices Alpino, Goya pastel y el difuminador. Del España limita al Norte… Del Uno por uno uno…  tirón de oreja y coscorrón. De las huchas del Domund y su ignoto destino. Bonitos tiempos decorados por las imágenes del mártir José Antonio, el cruzado don Francisco, el crucifijo conminatorio y el filántropo todo por la Patria. Tiempos de una infancia tan inolvidable como engañosa. Por encima del Ripalda y el Cara al Sol, a los niños siempre nos quedaban el chipilín y el maculillo. El aro y su guía.  El trompo, los bolis, el cribi y la lima. Sin olvidarnos del paraguas descompuesto con el que hacernos un arco y sus flechas para combatir desde las azoteas la persecución de los guardias en una biosfera represiva.  

Pero volviendo a la Olivetti y al Rancés, la mayor dificultad para expresarse a través de estos trebejos, no era su condición rudimentaria en si misma, sino las tijeras censoras que llevaban incorporadas por un lado las máquinas de mecanografiar en sus linotipos desde que partían de las fábricas italianas hacia la España sordomuda, y la merma de páginas que sufrían los diccionarios en su contenido, por otro. Una tragedia nacional que obligó a ocultar el verdadero pensamiento del ciudadano español sobre la opresión literaria a la que estaba siendo sometido por serle imposible, precisamente, manifestarlo abiertamente. Como consecuencia, dos generaciones enteras padecimos de castración intelectual y amputación de pensamiento. Circunstancia que derivó en el embrutecimiento didáctico de la población a la que solo sobrevivieron aquellos exiliados y refugiados políticos, que huyeron de la quema franquista para no someterse a la regresión cultural que se avecinaba. Con el rango de catetos sureños y el estigma de jornaleros de Europa, fuimos el estercolero del continente y el payaso de un turismo que solo veía en nosotros ese lugar donde pasar unas vacaciones regaladas, agasajados por sátiros fisgones, ávidos de saciar su libido con la contemplación de una nórdica en bikini.

Raptada la libertad de expresión y encomendado su control y cumplimiento a la fiscalía religiosa, al libre pensamiento solo le quedaba la exigua salida de exhibir su grandeza jugándosela en publicaciones clandestinas limitadas a un reducido grupo de lectores, con el consiguiente riesgo de castigo administrativo, consistente en secuestro de la obra y sanción económica o penal, según dictamen del criterio puritano de los censores de la Patria. 

Por eso ahora, aprovechando la Feria del Libro que concluye y casi cincuenta años después de la mutilación cultural sufrida, quiero recordar la libertad de imprenta promulgada en nuestra tierra en 1810, y brindar Desde el campanario que habito en este medio, por la dicha de disfrutar las palabras como vehículo del libre sentimiento popular, redimidas de la manipulación y absolutismo radical del mecanismo propagandístico al servicio reaccionario de aquellos magnicidas intelectuales, que utilizaban las hojas de El Quijote como fondo para cajones, plantillas de zapatos o papel higiénico.

Mi vieja Olivetti descansa ahora en un rincón de la covacha de mi casa y ha sido sustituida por un portátil táctil séptima generación con periféricos inalámbricos, 1000 Gigas de almacenamiento y otros 600 de memoria RAM. Una virguería a la que solo tengo que ordenarle ¡artículo! y ella misma lo escribe sola. Pero no dudaría ni un momento en electrocutarla y sustituirla de nuevo por mi vieja compañera mecánica, sin en ello me fuera salvar la libertad de la que hoy gozo para poder expresar lo que pienso, aunque tuviera que cubrir mis dedos con guantes para no volver a manchar el papel de tinta.

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