La translúcida falsedad

Publicado: 26/04/2020
Autor

José Chamorro López

José Chamorro López es un médico especialista en Medicina Interna radicado en San Fernando

Desde la Bahía

El blog Desde la Bahía trata todo tipo de temas de actualidad desde una óptica humanista

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Comportamientos profesionales ejemplares tangentes con la heroicidad, han dejado una estela de mártires imposible de olvidar.
La transparencia de los cristales de cualquier ventana o balcón, dejan ver con absoluta nitidez todo cuanto en  calle o plaza ocurre. El ser humano ha ensalzado desde siempre esta claridad y pureza, que le permite conocer la verdad real a través de la inocencia del vidrio.

El muro de piedra que muestra su opacidad a la luz nos da confianza y respeto. La vida es luz y oscuridad. En la primera es el sentido de la vista el que nos hace andar seguros por su sendero. En el existir a oscuras, el tacto se antepone a la vista y evita el choque.

Cuando se creó la luz y la oscuridad, la verdad andaba desnuda y en total libertad. Era como una diosa, que  defendía su piel, de la intimidación que luz solar quería imponerle, bronceándose y la oquedad de la cueva y la piel de los animales de caza, la protegían durante la noche. Parecía imposible enturbiarla.

Demasiadas golondrinas han colgado sus nidos en los balcones y han aleteado sobre sus cristales. La lluvia, el polvo y el viento han contribuido con fuerza y sin freno y entre todos, han dejado una amplia suciedad en sus transparentes vidrieras que hacen que la visión, tras ese velo de inmundicia, no pueda identificar bien las imágenes y habrá que conformarse con los comentarios que nos vengan de calle, plaza o parlamento.

Ser translúcidos no es un arte, pero sí una condición: la de dejar pasar un poco de luz, pero no para ver de forma clara lo que hay detrás de ella. Es la “cara visible” de la inseguridad. La que adopta el agua cuando pasa a ser hielo resbaladizo. La “cara oculta” es la que la dejadez, incapacidad o conveniencia humana ha ido forjándole.

En medio de todo, una fría y rígida lámina sirve de corte entre la vida y lo que puede haber al otro lado de ella: nada, vacío, eternidad o gloria. Es la muerte. Su elevada incidencia actual, nos ahoga el presente. De los múltiples adjetivos con que se ha querido calificar resalta el de “muerte digna”. Siempre referido al evitar el sufrimiento, cuando la reversibilidad no es posible. La pandemia nos ha enseñado que hay otro tipo de Eutanasia - ahora que queremos legalizarla - sin fármacos, sólo con ternura y cariño y hemos tenido que permitir muy a nuestro pesar, su ausencia. 

No sólo se han perdido por miles vidas unidas al sufrimiento físico, sino que hay una nueva forma de dolor, inmerso en el alma, al morir solo, aislado, como si no se mereciera la persona roce o caricia, con el terrible llanto de la ausencia, en soledad inquisitorial, perdida la orientación, el vínculo familiar y la amistad. Cristo en la cruz estuvo acompañado de su madre y discípulos. Ahora hay  familias que no saben siquiera donde están los restos de sus seres queridos. Comportamientos profesionales ejemplares tangentes con la heroicidad, han dejado una estela de mártires, imposible de olvidar.

Ante esto: Que se den estadísticas de las personas fallecidas y un descenso en unidades del número de ellos, se insinúe como éxito. Que se reiteren los aplausos hacia personas, que lo primero que requieren es protección y seguridad, empieza a sonar a compromiso de origen incierto. Que se oculte la verdadera morbilidad y mortalidad de la pandemia. Que la incapacidad quiera cubrirse con vestido de fiesta. Que antes de unir criterios prevalezca el deseo de seguir en el pedestal y que nos engañen como a chinos, los mismos chinos, indica que la transparencia - vector de la dignidad - ha dejado paso a la pusilánime translucidez que oculta lo que le viene en gana. La oscuridad nos niega la visión, pero no engaña. Quizás el problema esté en que en este país a la moneda falsa, se le sigue llamando moneda.  

 

 

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