“Una persona que miente, se miente a sí misma, una persona que estafa, se estafa a sí misma, una persona que engaña, se engaña a sí misma, una persona que incumple con los demás no tiene la suficiente fortaleza para cumplirse a sí misma”.
Dice la Real Academia de la Lengua que la palabra es la unidad lingüística, dotada generalmente de significado, que se separa de las demás mediante pausas potenciales en la pronunciación y blancos en la escritura. También es la facultad de hablar y el empeño que hace alguien de su fe y probidad en testimonio de lo que afirma. Nada deteriora más la confianza en uno mismo y en los demás que dar la palabra y no cumplirla. Quien se toma con ligereza el valor de su palabra no sabe cuan letal puede llegar a ser en el respeto que nos tenemos y nos tienen los demás. La palabra es el recurso más valioso para poder cosechar la virtud más preciada y cotizada en los tiempos que corren: la confianza. “Dar la palabra” es empeñar nuestra dignidad como prueba de que cumpliremos nuestra promesa o compromiso. Cuando decimos una cosa y hacemos otra perdemos credibilidad.
Las personas poco confiables son personas tóxicas que hay que aprender a tener bien lejos, pues una y otra vez generan desilusión, mala sangre y frustración. Las personas que resultan víctimas de estos ejemplares humanos que dicen una cosa y hacen otra, están todo el tiempo en la ambivalencia entre confiar y dejar de confiar. Porque además la persona mentirosa o poco confiable tiene una habilidad extraordinaria para victimizarse, justificarse, excusarse y prometer que la próxima vez sí cumplirá, sí hará o dejara de hacer…
Las personas que más se dejan estafar por estas personalidades nefastas son aquellas para quienes la palabra sí tiene peso, solidez, firmeza y vigor, por lo tanto confían en que para la otra persona tendrá el mismo valor… ¡Pero resulta que no! Es aquí cuando estas personas que se sienten una y otra vez burladas deben decir ¡basta! Y no dar más chance de credibilidad. Pues, quien miente o traiciona su palabra, una vez, dos veces y hasta tres, seguro que lo hará hasta seis, veinte o mil veces más en su vida…y quizás nunca llegue a comprender el daño que hace y se hace con este hábito tan poco beneficioso y sano.
Sin duda, quien más pierde en esta dinámica es la persona victimaria que abusa de la buena fe de las personas que deciden confiar. Puede que a corto plazo se sienta recompensando porque evitó una responsabilidad, hizo la vista gorda a algo que debió de hacerse cargo, se desentendió de una deuda, eludió hacer algo que era de su desagrado. Pero a largo plazo, esa actitud va generando lesiones vinculares muy difíciles de reparar. No solo en el vínculo con los demás, sino también en el vínculo consigo mismo, pues lo no cumplido, las promesas rotas se van tiñendo de un sabor personal de poca honra y vergüenza interna, muy difícil de sobrellevar. La cabeza se va inclinando, la mirada se va bajando y la espalda se va encorvando porque sin duda lo que sostiene erguida a una persona es la columna vertebral de su honestidad, su rectitud y su honra. Eso que pensamos que no tiene importancia…, que quedó atrás, que los demás pronto olvidaran, no escapa a la inteligencia del inconsciente que una y otra vez lo traerá para recordarnos las partes que no hemos aun evolucionado y las incoherencias internas que tenemos que alinear para sentirnos en paz y más acordes a la persona que queremos ser o “vendemos” a los demás. Quien se siente una estafa, no se escapa de esa sensación hasta no lograr congruencia interior.
Así, las personalidades flojas de palabra con el tiempo y mil excusas se van corrompiendo por dentro. Pues es fácil engañar a los demás pero mucho más difícil es sentirse en paz cuando uno sabe internamente que está en falta, no solo con quienes depositaron su confianza sino también con uno mismo porque sin duda esa falta de palabra se verá reflejada en las promesas hechas y abandonadas.
Quienes dan su palabra y luego no la cumplen seguramente se han dicho a sí mismos miles de veces: la próxima vez lo haré, dejaré de fumar, rendiré ese examen final, bajaré de peso, comeré más sano, terminaré lo pendiente y una lista interminable de promesas incumplidas que dañan terriblemente la autoestima. Decirnos una cosa y hacer otra carcome la seguridad y la confianza personal. Cuando dejamos de creer en la palabra que nos damos sentimos que ya ni siquiera vale la pena ponernos objetivos porque sabemos internamente que no serán cumplidos.
Una persona que carece de confianza está prácticamente incapacitada para desplegarse saludablemente en la vida. La confianza en uno mismo se construye sobre la base de cumplir con la palabra que dimos y nos dimos. Por eso es tan importante ser extremadamente cuidadosos al momento de proponernos objetivos demasiados ambiciosos que no se corresponden al esfuerzo que estamos dispuestos a hacer para alcanzarlos. En el instante previo a prometernos algo debemos ser conscientes y preguntarnos qué estamos dispuestos a hacer para no traicionarnos: ¿Estamos dispuestos a poner el empeño necesario? ¿Tenemos el tiempo, los recursos y el ánimo para dedicarnos de lleno a cumplir con lo que estamos a punto de prometernos?
Lo importante de tener palabra es que si lo dijimos, debemos obligarnos a nosotros mismos a hacerlo. Una persona que se cumple a sí misma, consigue más fácilmente lo que se propone y por tanto llegara mucho más lejos que quien está lejos de tomarse en serio. Cada vez que uno pronuncia algo, la acción ha de estar sometida incansablemente a esas calificadas palabras. Acostumbrarnos a que lo que nos decimos lo cumplimos, va haciendo que seleccionemos mejor aquello que nos decimos y también nuestros compromisos. Con el tiempo, el sentir que somos capaces de hacer cualquier cosa que pongamos en palabra, proporciona mucha fuerza y mucha confianza, que se convierte con el tiempo en el principal alimento para lograr nuestros más sinceros anhelos.
Mejor ponernos metas más modestas, cumplirlas y reforzar la confianza en uno mismo para seguir apostando, que apostar a lo grande y quedarnos a medio camino o ni siquiera iniciarlo. Del mismo modo, en nuestra relación con lo demás, a veces la palabra incumplida tiene que ver con la imposibilidad de decir que no a lo que no queremos o la dificultad para mostrar desacuerdo. Así prometemos lo que finalmente no cumpliremos. De seguro, daña mucho menos un vínculo ser honesto y sincero aunque no guste tanto que dejar de ser creíble y resultar ser una estafa.
Por otro lado, hay quienes dan mayor importancia a cumplir con la palabra dada a los demás que a cumplir con la palabra dada a sí mismos. Si bien es sumamente importante darle valor a la confianza que los demás nos tienen, no es menos significativo la confianza que nos tenemos a nosotros mismos. La palabra debe tener igual firmeza y fuerza cuando estrechamos una mano ajena y cuando nos miramos al espejo. Poder sentirnos de igual modo por dentro y por fuera es una bendición cultivada con mucha dedicación, honradez y transparencia sostenida en el tiempo.
Cumplir la palabra no se reduce a una cuestión moral, es ante todo una ética esencial que nos libera del encarcelamiento en el que a veces caemos por hacernos trampas. Cumplir la palabra descomprime psicológicamente, aliviana cargar, refuerza la autoestima y nos hace sentir personas dignas de todo merecimiento, respeto y valor. Por eso, vigila tus “mentiras piadosas”, tus exageraciones, tus omisiones y tus promesas rotas, pues son ellas las que socaban tu integridad y a la larga te avergüenzan y se vuelven en tu contra. La próxima vez que algo salga de tu boca asegúrate de que vas a poder cumplir con la palabra que estás dando. Cuanto más valor tenga tu palabra, más respeto cultivaras en lo demás y más fortalecida se verá tu autoestima. Nada se compara a los beneficios de ser una persona de palabra. En una sociedad donde la palabra esta tan vapuleada, ser una persona creíble y verosímil ¡cotiza de maravillas! y trae las mejores recompensas en nuestra vida.