"No odiéis y que su recuerdo os haga sonreír", les dijo mi padre a los hijos de Manuel Broseta el día del funeral de este profesor valenciano asesinado por ETA. Cuatro años más tarde, un 14 de febrero de 1996, fue él quien resultó asesinado y los hijos de Broseta me repetían sus palabras.
Mucho tiempo más tarde, en octubre de 2014, visité la exposición "Maestros de ciudadanía: Manuel Broseta, Ernest Lluch y Francisco Tomás y Valiente", organizada por la Universitat de València, que recordaba a estas tres víctimas de ETA.
Se cumplen hoy veinte años de la muerte de mi padre (ocurrida por cierto seis días más tarde del asesinato de Fernando Múgica por la banda terrorista). Su recuerdo, claro, me acompaña siempre.
De modo que la fecha del aniversario de su asesinato se me presenta más como un evento colectivo, y tal vez por ello me viene a la memoria la citada exposición, las fotos de una época en la que se asentaron las bases de un sistema que hoy parece necesitado de renovación.
Algunas de las personas cuyo retrato se exponía en aquella muestra podrían haber pasado a la historia como símbolos y, sin embargo, desfilan por las puertas de la Audiencia Nacional, humillados.
Creo que mi padre fue un buen representante de las mejores virtudes que hemos sabido desarrollar como ciudadanos después de un aprendizaje doloroso en nuestra historia reciente. Me refiero al compromiso con una sociedad más justa, la aceptación de quien es diferente, el respeto por nosotros mismos.
Era un hombre convencido del valor del pensamiento, de la capacidad de cada persona para aprender, crecer, aprovechar la oportunidad de vivir haciéndose libre -y por tanto responsable moralmente- gracias a su razón.
Él hubiera considerado a su asesino un ignorante, alguien de quien hay que defenderse pero que merece sin duda el reconocimiento de sus derechos e, incluso, la oportunidad de cambiar. No alguien a quien odiar, porque el compromiso de mi padre era con el valor superior de cada ser humano por sí mismo.
No le recuerdo como un hombre tolerante, si por tolerancia entendemos la capacidad de transigir casi con cualquier cosa. La suya era una tolerancia beligerante; irónica con frecuencia, pero firme. Hubiera preferido mil veces su trágico final que un desfile por las portadas de la prensa enfangado en billetes de 500 euros.
No fue tolerante tampoco con el fanatismo nacionalista, con esa concepción de los pueblos como organismos superiores a quienes los integran, como identidades colectivas con un destino milenario que debe cumplirse por encima de las vidas de otros.
Frente a ese y otros fanatismos, pero también frente a la amoralidad vergonzante de quien pierde el respeto de aquellos cuyo bien debe defender desde las instituciones, el suyo fue el ejemplo de un demócrata convencido de la necesidad de respetar y confiar en los ciudadanos, en los votantes y en su capacidad de decidir sobre el bien común.
A quienes le conocimos nos sigue haciendo sonreír ese recuerdo, el de un hombre que, como decía Machado, era, "en el buen sentido de la palabra, bueno".