A menudo confundidas con las gamberradas, las separan el significado y la edad del autor. Mientras que las segundas son propias de zangones, las primeras son de los niños, como consecuencia de un impulso o de la inquietud de hacer algo por diversión, no por ello menos censurable. En cualquier caso, se trata de un momento experimentado por todos, con la riña echándole un pulso a la carcajada para dejarla en la garganta castigada sin salir, como el autor de la trastada enviado a su cuarto a pensar durante un rato. Cuando esto ocurría, los mayores nos íbamos a la cocina, a la terraza o al baño, donde no se oyera nada más alto que un suspiro largo entre toses breves para disimular, porque o bien nos hizo gracia lo sucedido o nos vimos en la misma situación con unos cuantos años de diferencia. Fueron diabluras que normalmente no salían de casa y si les daba el aire, era a la salida del colegio.
Por el espacio del punto y aparte han pasado nuestras imágenes, las voces agudas bailando con las graves, los pasos calmando los brincos, los juegos creciendo como distracción, la mezcla propia de los años cumplidos y la experiencia. Resulta inevitable la comparación. Surge con la misma espontaneidad que las diabluras para comprobar no sólo su ausencia, sino la imposibilidad de reírnos con las de otros chiquillos intentando mantener la misma seriedad fingida y cómplice de quienes les riñen, porque de ese momento queda muy lejos una respuesta ocurrente o un salto desde un escalón. Quizás parezca exagerado, pero basta echar un vistazo a los periódicos o una oída a los boletines informativos. No se escapan sin noticias sobre una tortura acabada en paliza y colgada en las redes. Aunque luego el video se denuncie y elimine, ya ha permanecido un rato navegando lo bastante como para recorrer el mundo. La pregunta es cuándo se zafó el cabo. El silencio es tan atronador que raspa los oídos. La tristeza anuda la garganta porque apenas si se dibuja la línea entre acoso y tortura. Y es para tener miedo. Por eso la mente espanta al shock con el recuerdo, tan impulsivo como defensor, y rescata que la amenaza y la promesa eran propias de las películas del oeste, o como mucho asomaban en una discusión aclaratoria ante la ventanilla de un banco. La boca se estira y en este boceto de gemido sigue estando el punto amargo que nos ubica en nuestra realidad diaria, la impotencia por no saber cómo detener el rodaje de esta bola, cuya velocidad dejó de ser constante. Por tanto, las gamberradas serán diabluras y las diabluras perderán su nombre. Ojalá nos equivoquemos.