La primera vez que vi el Valle de los Caídos tenía trece años, y formaba parte de una de las visitas concertadas durante la excursión de fin de curso que hicimos a Madrid. Apenas habían pasado once años desde la muerte del dictador y ya entonces había adoptado la apariencia de reducto para nostálgicos del franquismo, desde grupos de camisas azules a personas vendiendo estampas del generalísimo y de Primo de Rivera.
A los ojos de un niño, y a una edad todavía muy impresionable, el enclave desprendía un aire sobrecogedor, incómodo, que te hacía sentir en cierta forma como un intruso o bajo vigilancia: el mensaje, por supuesto, a través de la estética, de inevitable inspiración fascista. Primero, el camino escoltado por árboles por el que se adentraba el autobús; y después, aquella inmensa explanada con las escalinatas hacia el templo y la cruz erigida hasta el cielo, vigía de piedra y hormigón, que parecía dispuesta a aplastarte para hacerte pagar por todos tus pecados, que en aquella época estaban relacionados, principalmente, con nuestra recién descubierta pubertad.
Ya en el interior de la basílica, lo primero que te contaban es que era la de mayor longitud de la cristiandad, y que el Vaticano había obligado a colocar una gran reja en el centro, que da acceso a la nave destinada al culto, para que no midiese más que la de San Pedro en Roma. Por delante, 260 metros hasta llegar al lugar donde se encontraban las sepulturas de Franco y José Antonio. Hubo quien se atrevió a escupir sobre las lápidas, o al menos fanfarroneó con ello en el camino de vuelta hacia el hotel, aunque sí los hubo a quienes vi pisotear la esquina de una de ellas, como quien estruja una colilla en el suelo: toda una osadía para recriminar los cuarenta años de una España en blanco y negro.
Ya por entonces, y eso era algo que no te contaban los guías, sabíamos que en la construcción de aquel mastodóntico enclave habían trabajado numerosos presos políticos, condenados por sus ideas a realizar igualmente obras forzosas, e incluso que podríamos estar pisando la superficie de una gran fosa común, pero en aquel momento no dejaban de ser más que notas a pie de página, o a lo sumo leyendas urbanas con las que alimentar nuestros temores sobre un pasado aún reciente, por lo que terminamos aceptando su existencia como una especie de reliquia que acabaría perdiendo su sentido original con el paso del tiempo o convertido en escenario temático para el rodaje de series y películas:
El último refugio parece estar rodada allí mismo, con Humphrey Bogart huyendo de la policía entre los riscos, aunque el único que ha probado a hacerlo de verdad ha sido Alex de la Iglesia, para el sangriento desenlace de
Balada triste de trompeta, con un resultado decepcionante.
El Gobierno en funciones de Pedro Sánchez se lo ha tomado al pie de la letra y se ha montado su propia película con la exhumación de los restos de Franco; en realidad, toda una superproducción, a la altura de
Misión Imposible, con un helicóptero trasladando el féretro para evitar actos de sabotaje por carretera, eludir manifestaciones y protestas, y puede que nuestro propio Ethan Hunt dirigiendo las operaciones desde el aire. El estreno, cómo no, antes del 10 de noviembre, con la intención de lograr una buena recaudación electoral, e imitando a Amenábar en eso de insistir en mensajes antifranquistas para que la gente se anime a comprar la entrada, pese a la exigida objetividad con la que éste, por cierto, aborda la narración de su muy buena película.
Para unos, habrá hecho justicia. Para otros, sólo ha resuelto una anomalía: Franco no merecía reposar en el Valle de los Caídos -como su propio nombre indica-. En ambos casos ha agotado el comodín de la llamada para afrontar una recta final hasta las elecciones en la que las encuestas han dejado de serle favorables y en la que tendrá que retratarse sobre la sentencia del procés. Y encima no quiere que le entrevisten en El hormiguero.