La meritocracia es una teoría paradójica viendo quién la defiende, porque para ponerla en funcionamiento es necesario replantear la propiedad de los más importantes lobbys como la red de influencias extrameritorias que conforman el destino jerárquico del país.
Es decir, que sería necesaria una redistribución de recursos y responsabilidades, y quienes defienden la meritocracia defienden lo contrario. Vivimos en un país marcado por la permanencia durante décadas de un régimen dictatorial basado en el nacionalcatolicismo que ha mantenido intactas sus estructuras de poder. Vivimos en un país donde es más importante ser del Opus que ser buen estudiante. Vivimos en un país donde, además, los estudiantes de la educación pública se enfrentan a las notas infladas de la educación privada para acceder a las universidades. Educación privada, por cierto, donde se la llevan siempre los centros concertados vinculados a la Iglesia. La educación privada de las NNGG del PP que ahora negocian para tener barra libre en las discotecas. ¿Quién va a negarse cuando el concejal que puede cerrarles el garito es uno de ellos?
Estos de la Iglesia no son tontos y saben que, a lo sumo, un igualador de diferencias sociales es el estamento de la Justicia, y por eso van a montar una obra social para preparar a los futuros fiscales y jueces, para que la banca siempre gane. Quiero aprovechar y constatar un hecho que no se escapa a nadie: ser católico no entraña mérito alguno. Puedes ser vengativo, puedes estar a favor de la pena de muerte, puedes defender a violadores y pederastas, puedes ser usurero y pisotear a los últimos, a los pobres, puedes usar el nombre de Dios en vano y pecar en todas las formas conocidas, que no por eso dejarás de ser católico; ni te dejarán dejar de serlo.
Generalizando, una gran cantidad de jefes en España son unos obtusos, una gran parte del mundo audiovisual y editorial se mueve por el mamoneo, una enorme cantidad de cargos públicos son hijos de cargos públicos o privados porque, insisto, el franquismo no se demolió, se perpetuó, y, en una dictadura, ya sea de derechas o de izquierdas (si es que fuesen distintas para algo), la meritocracia no existe, solo el adocenamiento, la envidia y el desarrollo de la habilidad que podríamos definir como Búsqueda de la Sombra más Favorable, que se imparte en la misma escuela donde se aprenden también Chivatazo para Quedarme el Negocio del Vecino o Bien y Mal definidos por el Alcalde del Pueblo; esa escuela es la del miedo, claro.
Los primeros interesados en defender la teoría de la meritocracia son aquellos que en igualdad de condiciones no tendrían, ni de lejos, las mismas posibilidades de llegar a los puertos que se hayan planteado en la vida; por eso pontifican que una redistribución de recursos para igualar las oportunidades no redundaría en la meritocracia, cuando sucede obviamente lo contrario; para asegurarnos de que los mejores son los que llegan en primer lugar a la meta, si hablamos del deporte, habrá que asegurarse de que han salido todos desde el mismo sitio y al mismo tiempo. Pontifican, de hecho, que la redistribución de los recursos es, en sí, injusta, como si en algún momento un antepasado suyo hubiese ganado en buena lid lo que han heredado, dinero, posesiones y contactos, pero se me hace árido pensar qué significaba eso de la buena lid durante una dictadura en la que se vendían bebés, se asesinaban disidentes y se robaban viviendas, aparcamientos y negocios.
La meritocracia, en definitiva, es un cuento de aquellos que, si poseen algún mérito, es el de defender un mundo ineficiente, orquestado por el mamoneo y defendido por los más mamones. Una chapuza, vaya.