Las redes sociales son armas de confusión masiva porque cualquiera se erige en líder de opinión.
Lo advirtió Umberto Eco en 2015, en declaraciones a La Stampa, al lamentar que estas “dan el derecho de hablar a legiones de idiotas que primero hablaban sólo en el bar después de un vaso de vino, sin dañar a la comunidad. Ellos eran silenciados rápidamente y ahora tienen el mismo derecho a hablar que un premio Nobel”. Y remachó: “Es la invasión de los idiotas”.
No contento con ello, insistió posteriormente en una entrevista con ABC: “La televisión ha promovido al tonto del pueblo, con respecto al cual el espectador se siente superior. El drama de Internet es que ha promocionado al tonto del pueblo al nivel de portador de la verdad”.
El consumo en las redes sociales no pasa filtro alguno y el usuario se encuentra solo ante un alud de contenido que sepulta su capacidad crítica.
El endiablado funcionamiento de estas app, con un sistema de recompensas similares al de una tragaperras, y la simplicidad de los códigos que utiliza para trasladar mensajes cortos y efectistas (música pegadiza, animaciones, poca letra y sin contexto) ofrecen una realidad fragmentada que se presta a crear y reforzar prejuicios. En tiempos donde lo que pita es la satisfacción inmediata, la felicidad líquida, en redes sociales proliferan los blancos sepulcros, los falsos profetas, que se erigen en jueces de la moral y se arrogan la autoridad de decidir qué es bueno y no y ofrecer fórmulas mágicas para solventar con un chasquear de dedos cuestiones complejas de diversa índole, política, económica, social, cultural, pero también las que atañen a cuestiones personales como las relaciones humanas más íntimas.
De este modo, basta con deslizar un rato la pantalla para comprobar el éxito de conceptos como ‘red flags’, responsabilidad afectiva, dependencia emocional, toxicidad, apego ansioso o evitativo. Demonios.
Sea contenido de profesionales del asunto o usuarios fanáticos de estas proclamas por malas experiencias, prosélitos, el resultado es que se extiende como una mancha de aceite un modo de afrontar la vida que se resume en tres o cuatro mantras: hay que aprender a soltar, si te duele no es ahí, contacto cero y el único esfuerzo permitido es para sanarse. Arrrgghh.
De modo que acudir a Teócrito y su joven amante hechicera, a la poesía petrarquista y el beso de las almas, o a los versos desesperados de Lorca, Salinas, Pizarnik o Buesa, al cuento de Eça de Queiros protagonizado por un José Matías terco capaz de consagrar su vida a la amada, a cualquier comedia romántica, desde Sucedió una noche al Diario de Noa, te convierte inmediatamente en un obseso.
Si además crees que las relaciones duraderas obligan a salvar obstáculos, eres un rarito. Pero, como en política, economía, cualquier asunto social o cultural, acudan a quienes, en lugar de dar respuestas, les ayuden a formularse las preguntas adecuadas. Y asuman, como escribió Sostres en Cuerpos afines, que hay amores que desafían las convenciones, la ética y la estética. O sírvanse de los versos de Catulo en los que advertía de los viejos que por ser severos en exceso censuraban los sentimientos de Lesbia.