La semana pasada nos dejó María Fernanda D’Ocón. Junto a Lola Herrera, Concha Velasco y Julia Gutiérrez Caba el teatro español presume y goza de las grandes damas de la escena. Ellas junto a Aurora Redondo, Amelia de la Torre, Nélida Quiroga o María Asquerino, entre muchas más, dieron un bruño especial a sus interpretaciones, porque las recordamos por sus personajes, como si hubieran dejado la identidad colgada en el biombo del camerino para ponérsela de nuevo al terminar la función. Difícil este mundo y dura la profesión de un artista. Sin embargo, quien brilla lo hace hasta el final, dejando un rútilo que alimentan el recuerdo y las reposiciones a través de un ordenador.
María Fernanda D’Ocón impresionó en todos sus papeles no solo por la interpretación y por la perfecta dicción en su voz ligeramente grave, sino por la mirada intensa y brillante que dirigía al espectador, solamente a él, donde estuviera, para anclarlo a la butaca y apagar la luz, aunque la lámpara permaneciera encendida, porque fue capaz de transformar en palco un sencillo cuarto de estar. Con Maribel y la extraña familia pisó las tablas por primera vez y desde aquel año cincuenta y tres nos fue regalando sus actuaciones con la genialidad de hacer que todo fluyera con sencillez y facilidad, porque para ella interpretar fue su estado natural. Por eso pudo con todo, incluso con la comedia musical y el público infantil. Recordemos La mansión de los Plaff, programa concurso con una didáctica muy original. Pasados los años visitó nuestro teatro de Las Cortes con La casa de los siete balcones, interpretando a la dulce e ingenua Genoveva. Inolvidable la escena mirando el dorso de la mano mientras iba nombrando a los autores de los besos que allí tenía. Al terminar la función tuvo el detalle de salir a la entrada para saludar a algunos espectadores, de quienes se despidió con los abrazos de la dulce solterona que aquella noche se escaparon del camerino enganchados a los suyos.
Sin embargo, hizo un trabajo sublime con Benina, personaje de Misericordia, de Galdós. La escena en la puerta de la iglesia cuidando al mendigo ciego y enfermo solo pudo hacerla ella, no por su tremendismo sino por el dolor y la ternura en perfecto equilibrio resbalándose por aquella mirada que envolvía al espectador mientras le contaba todo sin palabras.
En sus cartas desde Reading Óscar Wilde descubrió el valor y la belleza del dolor. Si hubiera conocido a María Fernanda D’Ocón lo habría visto sobre un escenario.
Descanse en paz.