Nadie dijo que iba a ser fácil gobernar una ciudad como Sevilla, tan proclive a las representaciones de parte, con once concejales. Sin embargo, todo proyecto político debe madurar desde su propio contexto histórico para hacerse creíble a sí mismo y, por ende, a los demás.
Sevilla es una ciudad en transición, con una dilatada trayectoria de desindustrialización en lo económico que parece haber condenado a los últimos gobiernos municipales a postularse en las ferias internacionales como espacio de eventos y festejos, y poco más.
El turismo es el negocio del momento, generador de estadísticas rimbombantes que ocultan la explotación laboral, la escasa distribución de riqueza en la ciudad y un fraude continuado a las arcas públicas, las de todos.
Dos datos: quienes trabajan en el sector turístico ganan un 39,5% menos que la media salarial española, y con un millón más de visitantes que en 2008 apenas se han generado más empleos y en peores condiciones. Por otro lado, el proselitismo turístico al que se han abonado los estamentos municipales está dejando por el camino requisitos básicos para cualquier convivencia urbana armónica: derecho al espacio público, acceso a la vivienda, gentrificación de crecientes zonas de la ciudad, falta de diversidad en los usos y hábitos urbanos, etc.
Este vertiginoso proceso de transformación hacia la ciudad-parque temático suscita una reflexión de primer orden: qué pasará si explota de nuevo la burbuja, si el boom turístico colapsa a cuenta del previsible cénit de producción petrolífera o si ciertos destinos hoy inestables vuelven a ser preferentes. Si esto pasa, las consecuencias serán nefastas para varias generaciones en Sevilla. La uniformidad no es nunca buena compañera, aunque sea muy fotogénica, y esta ciudad requiere de apuestas serias en lo económico para sacar a mucha gente de la exclusión social.
En igual sentido, se echa en falta del actual gobierno la capacidad de distanciarse de lo que tanto se criticó del anterior. Volvemos a asistir a la subasta de operaciones urbanísticas cuyo único argumento se basa en la existencia de inversores, sin atender a qué valor aportan sus proyectos al conjunto de la ciudad ni qué necesidades seguirán sin cubrirse en esos entornos (Altadis, Batán, Gavidia, etc). Cuando una ciudad delega la ordenación de su principal patrimonio, el suelo, ha perdido su voluntad de dirigirse a sí misma.
De igual forma, es llamativo el deterioro en la gestión del servicio público y la pérdida de coherencia presupuestaria. El nivel de endeudamiento del Ayuntamiento de Sevilla es de los más bajos de España, lo que debiera aprovecharse para acometer las inversiones necesarias para la ciudad. Lejos de ello, el actual gobierno municipal no sólo mantiene niveles insultantes de ejecución presupuestaria -dejó sin gastar 37 millones de euros en los capítulos más sensibles, inversión real y transferencias de capital-, sino que permite así que se derive el superávit municipal a pagar la deuda con las entidades financieras antes que a garantizar servicios públicos de calidad.
De esta forma, ha acabado por subsumirse en el falso teorema de la rebaja fiscal que predicaba Zoido, desdibujando así las opciones iniciales de un alcalde que iba a practicar políticas expansivas y situaba el empleo y el servicio público entre sus prioridades. En la actualidad, este gobierno no combate ya la falta de cobertura de vacantes ni atiende al deterioro acumulado de servicios esenciales para la comunidad.
El tipo de ciudad en que queremos vivir está ligado al tipo de personas que queremos ser. Aprovechando esta estimulante frase del geógrafo urbano, David Harvey, quizás pueda Juan Espadas reflexionar acerca del mandato que le queda por delante. Cada una de sus decisiones van a marcar, no sólo las opciones de volver a presentase como algo diferente a lo que ya conocimos y él tanto criticó desde la oposición, sino el devenir de una ciudad que precisa de más proyectos sólidos y menos pensamiento líquido. Nos va el futuro de todos en ello.